Benedicto XVI en Lourdes, Misa del 150 aniversario

Señores cardenales, querido Mons. Perrier, queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio, queridos peregrinos, hermanos y hermanas:

“Id y decid a los sacerdotes que vengan en procesión y que se construya aquí una  capilla”. Éste es el mensaje que Bernadette recibió de la “Hermosa Señora” en  las apariciones del 2 de marzo de 1858. Desde hace ciento cincuenta años, los  peregrinos nunca han dejado de venir a la gruta de Massabielle para escuchar el  mensaje de conversión y esperanza. Y también nosotros, estamos aquí esta mañana  a los pies de María, la Virgen Inmaculada, para acudir a su escuela con la  pequeña Bernadette.

Agradezco muy especialmente a Monseñor Jacques Perrier, Obispo de Tarbes y  Lourdes, por la calurosa acogida que me ha brindado y por las amables palabras  que me ha dirigido. Saludo a los Cardenales, a los Obispos, a los sacerdotes, a  los diáconos, a los religiosos y a las religiosas, así como a todos vosotros,  queridos peregrinos de Lourdes, especialmente a los enfermos. Habéis venido aquí  en gran número para realizar esta peregrinación jubilar conmigo y encomendar a  Nuestra Señora vuestras familias, vuestros parientes y amigos y todas vuestras  intenciones. Mi gratitud se dirige también a las Autoridades civiles y  militares, presentes en esta celebración eucarística.

“¡Qué dicha tener la Cruz! Quien posee la Cruz posee un tesoro” (S. Andrés de  Creta, Sermón 10, sobre la Exaltación de la Santa Cruz: PG 97,1020). En  este día en el que la liturgia de la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación  de la Santa Cruz, el Evangelio que acabamos de escuchar, nos recuerda el  significado de este gran misterio: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su  Hijo único para salvar a los hombres (cf. Jn 3,16). El Hijo de Dios se  hizo vulnerable, tomando la condición de siervo, obediente hasta la muerte y una  muerte de cruz (cf. Fil 2,8). Por su Cruz hemos sido salvados. El  instrumento de suplicio que mostró, el Viernes Santo, el juicio de Dios sobre el  mundo, se ha transformado en fuente de vida, de perdón, de misericordia, signo  de reconciliación y de paz. “Para ser curados del pecado, miremos a Cristo  crucificado”, decía san Agustín (Tratado sobre el Evangelio de san Juan, XII, 11). Al levantar los ojos hacia el Crucificado, adoramos a Aquel que vino  para quitar el pecado del mundo y darnos la vida eterna. La Iglesia nos invita a  levantar con orgullo la Cruz gloriosa para que el mundo vea hasta dónde ha  llegado el amor del Crucificado por los hombres, por todos los hombres. Nos  invita a dar gracias a Dios porque de un árbol portador de muerte, ha surgido de  nuevo la vida. Sobre este árbol, Jesús nos revela su majestad soberana, nos  revela que Él es el exaltado en la gloria. Sí, “venid a adorarlo”. En medio de  nosotros se encuentra Quien nos ha amado hasta dar su vida por nosotros, Quien  invita a todo ser humano a acercarse a Él con confianza.

Es el gran misterio que María nos confía también esta mañana invitándonos a  volvernos hacia su Hijo. En efecto, es significativo que, en la primera  aparición a Bernadette, María comience su encuentro con la señal de la Cruz. Más  que un simple signo, Bernadette recibe de María una iniciación a los misterios  de la fe. La señal de la Cruz es de alguna forma el compendio de nuestra fe,  porque nos dice cuánto nos ha amado Dios; nos dice que, en el mundo, hay un amor  más fuerte que la muerte, más fuerte que nuestras debilidades y pecados. El  poder del amor es más fuerte que el mal que nos amenaza. Este misterio de la  universalidad del amor de Dios por los hombres, es el que María reveló aquí, en  Lourdes. Ella invita a todos los hombres de buena voluntad, a todos los que  sufren en su corazón o en su cuerpo, a levantar los ojos hacia la Cruz de Jesús  para encontrar en ella la fuente de la vida, la fuente de la salvación.

La Iglesia ha recibido la misión de mostrar a todos el rostro amoroso de Dios,  manifestado en Jesucristo. ¿Sabremos comprender que en el Crucificado del  Gólgota está nuestra dignidad de hijos de Dios que, empañada por el pecado, nos  fue devuelta? Volvamos nuestras miradas hacia Cristo. Él nos hará libres para  amar como Él nos ama y para construir un mundo reconciliado. Porque, con esta  Cruz, Jesús cargó el peso de todos los sufrimientos e injusticias de nuestra  humanidad. Él ha cargado las humillaciones y discriminaciones, las torturas  sufridas en numerosas regiones del mundo por muchos hermanos y hermanas nuestros  por amor a Cristo. Les encomendamos a María, Madre de Jesús y Madre nuestra,  presente al pie de la Cruz.

Para acoger en nuestras vidas la Cruz gloriosa, la celebración del jubileo de  las apariciones de Nuestra Señora en Lourdes nos ha permitido entrar en una  senda de fe y conversión. Hoy, María sale a nuestro encuentro para indicarnos  los caminos de la renovación de la vida de nuestras comunidades y de cada uno de  nosotros. Al acoger a su Hijo, que Ella nos muestra, nos sumergimos en una  fuente viva en la que la fe puede encontrar un renovado vigor, en la que la  Iglesia puede fortalecerse para proclamar cada vez con más audacia el misterio  de Cristo. Jesús, nacido de María, es el Hijo de Dios, el único Salvador de  todos los hombres, vivo y operante en su Iglesia y en el mundo. La Iglesia ha  sido enviada a todo el mundo para proclamar este único mensaje e invitar a los  hombres a acogerlo mediante una conversión auténtica del corazón. Esta misión,  que fue confiada por Jesús a sus discípulos, recibe aquí, con ocasión de este  jubileo, un nuevo impulso. Que siguiendo a los grandes evangelizadores de  vuestro País, el espíritu misionero que animó tantos hombres y mujeres de  Francia a lo largo de los siglos, sea todavía vuestro orgullo y compromiso.

Siguiendo el recorrido jubilar tras las huellas de Bernadette, se nos recuerda  lo esencial del mensaje de Lourdes. Bernadette era la primogénita de una familia  muy pobre, sin sabiduría ni poder, de salud frágil. María la eligió para  transmitir su mensaje de conversión, de oración y penitencia, en total sintonía  con la palabra de Jesús: “Porque has escondido estas cosas a los sabios y  entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11,25). En su  camino espiritual, también los cristianos están llamados a desarrollar la gracia  de su Bautismo, a alimentarse de la Eucaristía, a sacar de la oración la fuerza  para el testimonio y la solidaridad con todos sus hermanos en la humanidad (cf. Homenaje a la Inmaculada Concepción, Plaza de España, 8 diciembre 2007).  Es, pues, una auténtica catequesis la que también a nosotros se nos propone,  bajo la mirada de María. Dejémonos también nosotros instruir y guiar en el  camino que conduce al Reino de su Hijo.

Continuando su catequesis, la “Hermosa Señora” revela su nombre a Bernadette:  “Yo soy la Inmaculada Concepción”. María le desvela de este modo la gracia  extraordinaria que Ella recibió de Dios, la de ser concebida sin pecado, porque  “ha mirado la humillación de su esclava” (cf. Lc 1,48). María es la mujer  de nuestra tierra que se entregó por completo a Dios y que recibió de Él el  privilegio de dar la vida humana a su eterno Hijo. “Aquí está la esclava del  Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Ella es la hermosura  transfigurada, la imagen de la nueva humanidad. De esta forma, al presentarse en  una dependencia total de Dios, María expresa en realidad una actitud de plena  libertad, cimentada en el completo reconocimiento de su genuina dignidad. Este  privilegio nos concierne también a nosotros, porque nos desvela nuestra propia  dignidad de hombres y mujeres, marcados ciertamente por el pecado, pero salvados  en la esperanza, una esperanza que nos permite afrontar nuestra vida cotidiana.  Es el camino que María abre también al hombre. Ponerse completamente en manos de  Dios, es encontrar el camino de la verdadera libertad. Porque, volviéndose hacia  Dios, el hombre llega a ser él mismo. Encuentra su vocación original de persona  creada a su imagen y semejanza.

Queridos hermanos y hermanas, la vocación primera del santuario de Lourdes es  ser un lugar de encuentro con Dios en la oración, y un lugar de servicio  fraterno, especialmente por la acogida a los enfermos, a los pobres y a todos  los que sufren. En este lugar, María sale a nuestro encuentro como la Madre,  siempre disponible a las necesidades de sus hijos. Mediante la luz que brota de  su rostro, se trasparenta la misericordia de Dios. Dejemos que su mirada nos  acaricie y nos diga que Dios nos ama y nunca nos abandona. María nos recuerda  aquí que la oración, intensa y humilde, confiada y perseverante debe tener un  puesto central en nuestra vida cristiana. La oración es indispensable para  acoger la fuerza de Cristo. “Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo  haga pensar en una situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción”  (Deus caritas est, n. 36). Dejarse absorber por las actividades entraña  el riesgo de quitar de la plegaria su especificad cristiana y su verdadera  eficacia. En el Rosario, tan querido para Bernadette y los peregrinos en  Lourdes, se concentra la profundidad del mensaje evangélico. Nos introduce en la  contemplación del rostro de Cristo. De esta oración de los humildes podemos  sacar copiosas gracias.

La presencia de los jóvenes en Lourdes es también una realidad importante.  Queridos amigos aquí presentes esta mañana alrededor de la Cruz de la Jornada  Mundial de la Juventud, cuando María recibió la visita del ángel, era una  jovencita en Nazaret, que llevaba la vida sencilla y animosa de las mujeres de  su pueblo. Y si la mirada de Dios se posó especialmente en Ella, fiándose, María  quiere deciros también que nadie es indiferente para Dios. Él os mira con amor a  cada uno de vosotros y os llama a una vida dichosa y llena de sentido. No dejéis  que las dificultades os descorazonen. María se turbó cuando el ángel le anunció  que sería la Madre del Salvador. Ella conocía cuánta era su debilidad ante la  omnipotencia de Dios. Sin embargo, dijo “sí” sin vacilar. Y gracias a su sí, la  salvación entró en el mundo, cambiando así la historia de la humanidad. Queridos  jóvenes, por vuestra parte, no tengáis miedo de decir sí a las llamadas del  Señor, cuando Él os invite a seguirlo. Responded generosamente al Señor. Sólo Él  puede colmar los anhelos más profundos de vuestro corazón. Sois muchos los que  venís a Lourdes para servir esmerada y generosamente a los enfermos o a otros  peregrinos, imitando así a Cristo servidor. El servicio a los hermanos y a las  hermanas ensancha el corazón y lo hace disponible. En el silencio de la oración,  que María sea vuestra confidente, Ella que supo hablar a Bernadette con respeto  y confianza. Que María ayude a los llamados al matrimonio a descubrir la belleza  de un amor auténtico y profundo, vivido como don recíproco y fiel. A aquellos,  entre vosotros, que Él llama a seguirlo en la vocación sacerdotal o religiosa,  quisiera decirles la felicidad que existe en entregar la propia vida al servicio  de Dios y de los hombres. Que las familias y las comunidades cristianas sean  lugares donde puedan nacer y crecer sólidas vocaciones al servicio de la Iglesia  y del mundo.

El mensaje de María es un mensaje de esperanza para todos los hombres y para  todas las mujeres de nuestro tiempo, sean del país que sean. Me gusta invocar a  María como “Estrella de la esperanza” (Spe salvi, n. 50). En el camino de  nuestras vidas, a menudo oscuro, Ella es una luz de esperanza, que nos ilumina y  nos orienta en nuestro caminar. Por su sí, por el don generoso de sí misma, Ella  abrió a Dios las puertas de nuestro mundo y nuestra historia. Nos invita a vivir  como Ella en una esperanza inquebrantable, rechazando escuchar a los que  pretenden que nos encerremos en el fatalismo. Nos acompaña con su presencia  maternal en medio de las vicisitudes personales, familiares y nacionales.  Dichosos los hombres y las mujeres que ponen su confianza en Aquel que, en el  momento de ofrecer su vida por nuestra salvación, nos dio a su Madre para que  fuera nuestra Madre.

Queridos hermanos y hermanas, en Francia, la Madre del Señor es venerada en  innumerables santuarios, que manifiestan así la fe transmitida de generación en  generación. Celebrada en su Asunción, Ella es la amada patrona de vuestro país.  Que Ella sea siempre venerada con fervor en cada una de vuestras familias, de  vuestras comunidades religiosas y parroquiales. Que María vele sobre todos los  habitantes de vuestro hermoso País y sobre todos los numerosos peregrinos que  han venido de otros países a celebrar este jubileo. Que Ella sea para todos la  Madre que acompaña a sus hijos tanto en sus gozos como en sus pruebas. Santa  María, Madre de Dios y Madre nuestra, enséñanos a creer, a esperar y a amar  contigo. Muéstranos el camino hacia el Reino de tu Hijo Jesús. Estrella del mar,  brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino (cf. Spe salvi, n. 50).  Amén.