DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL 2006

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de la Conferencia internacional  organizada por el Consejo pontificio para la pastoral de la salud. Dirijo mi  saludo a cada uno y, en primer lugar, al cardenal Javier Lozano Barragán, al que  agradezco sus amables palabras. La elección del tema —»Los aspectos pastorales  de la curación de las enfermedades infecciosas»— brinda la oportunidad de  reflexionar, desde diversos puntos de vista, sobre patologías infecciosas que  han acompañado desde siempre el camino de la humanidad.

Es impresionante el número y la variedad de los modos como esas patologías  amenazan, a menudo mortalmente, la vida humana incluso en nuestro tiempo.  Palabras como lepra, peste, tuberculosis, sida o ébola evocan dramáticos  escenarios de dolor y temor. Dolor para las víctimas y para sus seres queridos,  a menudo agobiados por un sentido de impotencia ante la gravedad inexorable de  la enfermedad; y temor para la población en general y para cuantos se acercan a  estos enfermos por su profesión o por opciones voluntarias.

La persistencia de enfermedades infecciosas que, a pesar de los efectos  benéficos de la prevención realizada gracias al progreso de la ciencia, a la  tecnología médica y a las políticas sociales, siguen ocasionando numerosas  víctimas, pone de manifiesto los límites inevitables de la condición humana. Sin  embargo, no hay que rendirse en el empeño de buscar medios y modos de  intervención más eficaces para combatir estas enfermedades y para reducir las  molestias de quienes son sus víctimas.

En el pasado, numerosos hombres y mujeres han puesto su competencia y su  generosidad humana a disposición de los enfermos con patologías que producen  repugnancia. En el ámbito de la comunidad cristiana han sido muchas «las  personas consagradas que han sacrificado su vida a lo largo de los siglos  en el servicio a las víctimas de enfermedades contagiosas, demostrando que la  entrega hasta el heroísmo pertenece a la índole profética de la vida consagrada»  (Vita consecrata, 83).

Con todo, a tan laudables iniciativas y a tan generosos gestos de amor se  contraponen no pocas injusticias. No podemos olvidar a las numerosas personas  afectadas por enfermedades infecciosas que se ven obligadas a vivir segregadas y  a veces marcadas por un estigma que las humilla. Esas deplorables situaciones  resultan aún más graves a causa de la desigualdad de las condiciones sociales y  económicas entre el norte y el sur del mundo. A esas situaciones es preciso  responder con intervenciones concretas, que fomenten la cercanía al enfermo,  hagan más viva la evangelización de la cultura y propongan motivos inspiradores  de los programas económicos y políticos de los Gobiernos.

En primer lugar, la cercanía al enfermo afectado por enfermedades  infecciosas es un objetivo al que la comunidad eclesial debe tender siempre. El  ejemplo de Cristo, que, rompiendo con las prescripciones de su tiempo, no sólo  dejaba que se le acercaran los leprosos, sino que también les devolvía la salud  y su dignidad  de personas, ha «contagiado» a muchos de  sus discípulos a lo  largo de más de dos mil años de historia cristiana.

El beso que san Francisco de Asís dio al leproso ha encontrado imitadores no  sólo en personas heroicas como el beato Damián de Veuster, que murió en la isla  de Molokai mientras asistía a los leprosos; como la beata Teresa de Calculta; o  como las religiosas italianas que murieron hace algunos años a causa del virus  del ébola; sino también en muchos promotores de iniciativas en favor de  las personas afectadas por enfermedades infecciosas, sobre todo en los países en  vías de desarrollo.

Es necesario mantener viva esta rica tradición de la Iglesia católica para que,  a través de la práctica de la caridad con quienes sufren, se hagan visibles los  valores inspirados en una auténtica humanidad y en el Evangelio:  la dignidad de  la persona, la misericordia, la identificación de Cristo con el enfermo. Sería  insuficiente cualquier intervención en la que no se haga perceptible el amor al  hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo.

A la insustituible cercanía al enfermo va unida la evangelización del  ambiente cultural en el que vivimos. Uno de los prejuicios que entorpecen o  limitan una ayuda eficaz a las víctimas de enfermedades infecciosas es la  actitud de indiferencia e incluso de exclusión y rechazo con respecto a ellas,  que se da a menudo en la sociedad del bienestar. Esta actitud se ve favorecida  entre otras cosas por la imagen, que transmiten los medios de comunicación  social, de hombres y mujeres preocupados principalmente de la belleza física, de  la salud y de la vitalidad biológica. Se trata de una peligrosa tendencia  cultural que lleva a ponerse a sí mismos en el centro, a encerrarse en su  pequeño mundo, a no querer comprometerse al servicio de los necesitados.

En cambio, mi venerado predecesor Juan Pablo II, en la carta apostólica Salvifici doloris, expresa el deseo de que el sufrimiento ayude a «irradiar  el amor al hombre, precisamente ese desinteresado don del propio yo en  favor de los demás hombres, de los demás hombres que sufren». Y añade:  «El  mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo:  el del amor humano; y  aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo  debe de algún modo al sufrimiento» (n. 29).

Por eso, hace falta una pastoral capaz de sostener a los enfermos que afrontan  el sufrimiento, ayudándoles a transformar su condición en un momento de gracia  para sí y para los demás, a través de una viva participación en el misterio de  Cristo.

Por último, quisiera reafirmar la importancia de la colaboración con las  diversas instituciones públicas, para que se ponga en práctica la justicia  social en un delicado sector como el de la curación y la asistencia a las  personas afectadas por enfermedades infecciosas. Quisiera aludir, por ejemplo, a  la distribución equitativa de los recursos para la investigación y la terapia,  así como a la promoción de condiciones de vida que frenen la aparición y la  difusión de enfermedades infecciosas.

En este ámbito, como en otros, a la Iglesia compete el deber «mediato» de  «contribuir a la purificación de la razón y reavivar las fuerzas morales, sin lo  cual no se instauran estructuras justas, ni estas pueden ser operativas a largo  plazo», mientras que «el deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en  la sociedad es más bien propio de los fieles laicos (…), llamados a participar  en primera persona en la vida pública» (Deus caritas est, 29).

Gracias, queridos amigos, por el empeño que ponéis al servicio de una causa en  la que se hace realidad la obra sanadora y salvadora de Jesús, divino Samaritano  de las almas y los cuerpos. Deseándoos una feliz conclusión de vuestros  trabajos, os imparto de corazón a vosotros y a vuestros seres queridos una  bendición apostólica especial.