ACOMPAÑAMIENTO DE PERSONAS AFECTADAS POR EL VIH/SIDA

REFLEXIÓN A PARTIR DE UNA EXPERIENCIA PASTORAL[i]

«El Señor mismo me condujo en medio de los leprosos, y practiqué con ellos la misericordia. Entonces, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo.» (San Francisco)

La crisis del sida ha planteado al mundo cuestiones de gran complejidad. Para los cristianos estas cuestiones no son tan complejas cuanto esenciales. Pues bien, el sida nos vuelve a proponer la crucial pregunta de aquel doctor de la ley a Jesús: ¿quién es mi prójimo» (Lc 10, 29). Las páginas que siguen pretenden insistir sobre la pregunta y, eventualmente, ofrecer alguna pista para seguir buscando.

Desde el inicio de esta reflexión vale recordar que existen distancias y cercanías en el tratamiento que de la realidad del sida hacen un médico o psicólogo, y un pastor o teólogo. La singularidad del acercamiento pastoral está dada por la perspectiva de la fe. Por ella comprendemos que el misterio del hombre no se aclara de verdad sino en el misterio del Verbo encarnado. Y que Él, Hijo de Dios, por su encarnación, se identificó en cierto modo con todos los hombres [pues] amó con corazón de hombre. La existencia del Hijo de Dios, el Dios-con-nosotros, nos permite descubrir el nuevo sentido de la vida y de la muerte, que han quedado santificadas… En Cristo y por Cristo, se ilumina el enigma del dolor y de la muerte que, fuera del Evangelio, nos aplasta[ii].

La fe en Jesús, solidarizado en su Encarnación con todo lo humano, no espera del hombre un salto hasta la esfera de lo divino, sino la apertura suficiente para recibir vida allí mismo donde está. En ese sentido, aun cuando la apuesta sea por lo bueno que poseemos, no tratamos aquí el tema desde una visión «optimista» del hombre, incapaz de vislumbrar su costado oscuro y hasta perverso. No. Simplemente porque desde la fe en la Encarnación no se hace necesario negarlo sino asumirlo.

Cipriano de Cartago, que en el año 250 escribe el De mortalitate para explicar que la peste no es un castigo divino; Francisco de Asís, que experimenta la misericordia en contacto con los leprosos marginados de su tiempo; el vivo ejemplo de Teresa de Calcuta, y de tantos otros, hombres de fe, de ayer y de hoy, son los que ofrecen el elemento inagotable de la más genuina teología: la vida vivida, el mundo de la vida, como le gustaba decir a Husserl. Ellos son los que testimonian de modo contundente la validez del arduo gozo de convivir con los pequeños de la sociedad. Así pues, por su praxis y su doctrina, la Iglesia ha puesto siempre de manifiesto que al estar ante el pobre y el que se encuentra al margen cumple con el mandato de Cristo de verlo y servirlo en el más pequeño (cf. Mt 25, 45; Lc 9, 46). A su vez la Iglesia se autocomprende necesitada de un trato verdaderamente amistoso con los hombres, porque de ese modo, sirviendo y amando, construye el Reino de hermanos anunciado por Jesús de Nazaret, porque en ese Reino el mejor privilegio es servir y dar la vida (cf. Mc 10, 43).

PASTORAL DE ACOMPAÑAMIENTO

Por «acompañamiento pastoral» se entiende una actitud, un modo de estar ante el otro y hasta una manera particular de leer la realidad. Acompañar es caminar junto al otro, respetando en él un lugar sagrado que no será posible violentar jamás. El acompañante, por la experiencia de haber sido buscado y encontrado por Dios (cf. Flp 3,12), se ha hecho capaz de leer en toda persona la Buena Nueva de la libertad y de la hondura humana. «Se trata de una pastoral que parte desde el acompañamiento fraterno hasta el más amplio cuidado médico y terapéutico, a partir de los cuales el enfermo de sida puede ver claramente la acción salvadora de Dios y la dimensión de esperanza que acompaña la opción de fe»[iii]. El que acompaña posibilita a quien tiene junto a sí un ámbito de confianza y de diálogo desde el cual seguir creciendo hacia la conquista de la propia dignidad tantas veces mancillada.

Ese espacio se comienza a construir desde el primer encuentro. Será preciso expresar con gestos y palabras el sentido evangélico de cercanía y respeto que inaugura y sostiene esta tarea pastoral. «El gesto de tocar es a la vez signo de simpatía y de desafío a los falsos temores. Un abrazo o un apretón de manos pueden mostrar más que las palabras el compromiso real en el acompañamiento»[iv]. Muchas veces nos vemos en la necesidad de acompañar en el proceso de aceptación de la propia historia, la asunción no escandalizada de los errores cometidos, o de las situaciones vividas. Sólo la presentación de un Dios-todo-amor, sería capaz de reconstituir a la persona. El acompañante pastoral ante el corazón lastimado debería tocar con aquellas manos compasivas del Jesús de los Evangelios esos espacios de dolor que expone la persona concreta (cf. Mt 9,27).

El agente pastoral debería estar alentado por una conciencia tendiente a la liberación de las potencialidades personales desde la verdad, desde aquello que se tiene y como se es. No saber trabajar el presente (por no haberse apropiado de su pasado) hace a una persona «incapaz» de un proyecto de vida (futuro). En el trato con enfermos de sida se constata muy a menudo esta dificultad de asumir el hoy (en el sentido de hacerlo propio, no de resignación) precisamente porque tampoco hubo un detenimiento en el trato con el pasado y ello contribuye a una situación de estancamiento que es preciso saber movilizar.

Pero, ¿cómo no fracturarse ante la vista de su verdad? Sostenidos en la Verdad que hace libre al hombre (cf. Jn 8, 32). Esto significa para el cristiano moverse desde la certeza de un Dios no escandalizado del límite humano, que conoce hasta sus más oscuros rincones. Se trata de una apuesta por la bondad fundamental del hombre de la cual puede sacar el caudal de riquezas que le permita caminar a través del dolor y el tropiezo. Para el cristiano que acompaña será preciso continuar un proceso de conversión al Dios Amor que anuncia, y juntamente con ello una reeducación de la propia fe en ese Dios. Modificado él mismo por el anuncio de la gratuidad de la que vive todo hombre (cf. Ef 2, 1-10) le será posible distinguir un diagnóstico clínico (serología positiva) de un diagnóstico moral. Una hermenéutica por el estilo resulta no sólo insuficiente sino además inadecuada, y destinada a no ser escuchada cuando el teólogo/pastor se encuentra en la situación de acoger fraternalmente a una persona afectada de cualquier modo por la crisis del sida.

Pero en todos los casos, educar (y educarse) para una conciencia que devuelva al hombre a su dignidad debería tener como regla de oro el atrevimiento de concebir al hombre como una unidad, como un todo que merece todos los cuidados. Hay que tomar seriamente en cuenta el mundo de las relaciones humanas y de las emociones[v]; el conjunto social en el que se encuentra[vi]; las repercusiones personales y las modificaciones operadas a partir del diagnóstico positivo y el proceso siguiente. Por eso resulta tan tramposo (cuando no abiertamente mentiroso) el cuidado unilateral del enfermo: en su aspecto médico-somático, por una parte (sostenimiento de un riguroso proceso clínico) y, por otra, la promesa de un cielo en la tierra, un falsa terapéutica espiritual-individualista que no hace otra cosa sino evidenciar la necesidad de negar el dolor, la verdad de lo que se vive, la enfermedad, la muerte, el amor, en fin, la vida…

Ambas mentiras conducen a la muerte, no sólo la del cuerpo sino la de toda la persona (si eso fuera posible): la muerte metafísica, moral. En ambos casos se trata de la clausura de la propia vida, o de la ajena, negándose la posibilidad de haber vivido, de hacer historia, de tener una biografía, de poder relatar, de tener una conciencia viva de la dignidad y la hondura del ser carne-espíritu.

VOLVER A CREER

La educación religiosa inadecuada y la forma de vida que desdice lo que se predica pueden conducir a una experiencia negativa en la vivencia de la fe, colaborando así con el sin-horizonte de la vida. Nuestra responsabilidad es grande. Precisamente por ello también la teología, desde una perspectiva pastoral, enraizadas profundamente sus raíces en la Buena Nueva del Amor, debe considerar seriamente y tomar bajo su cuidado situaciones como la crisis del sida[vii].

Al considerar la vivencia de los enfermos de sida debemos plantear la cuestión del abandono: muchos de ellos por sus historias (drogadicción, homosexualidad, prostitución, pobreza, marginalidad, etc.) se relacionan con la iglesia como abandonados y abandonadores; sea porque ellos dejaron la práctica religiosa comunitaria[viii] o porque la iglesia los ha abandonado dado que su praxis no ha estado privilegiadamente dirigida a ellos[ix].

Uno de los enfermos que pude acompañar en el hospital me confesó que le había pedido a Dios lo mantuviera vivo para ver crecer a sus sobrinos. Sus sobrinos eran los únicos seres queridos, más débiles que él, a quienes podía ofrecer regalos y cuidados. Verlos crecer representaba para él la esperanza de que sus cuidados, su historia, y aun sus malacrianzas, pervivirían en sus sobrinos después de su muerte. Esto, creo yo, sostuvo la salud de Jorge C., por mucho más tiempo del que los médicos pronosticaron… Si el acompañante no conecta con el mundo afectivo de la persona concreta, algo por el estilo puede resultarle absurdo. Por medio de ejemplos como este queda patente, sobre todo para quien lo experimenta, la relevancia de tener un proyecto de vida. Es decir, lograr movilizarse hacia algo que sea realmente significativo para la persona en su dimensión más profunda. En este sentido podemos decir que acompañar significa saber escuchar el proyecto de vida del que acompañamos.

La escucha de un agente de pastoral debería ser lúcida y comprensiva a la vez; su actitud, de una disponibilidad tal que favorezca la intimidad y la sinceridad. De este modo le permite al enfermo a quien acompaña inaugurar espacios nuevos, profundidades que sólo el amor es capaz de explorar. Volver a creer, reactivar la esperanza, recobrar la confianza en los otros y darse la posibilidad de vivir aquí y ahora con la decisión de tomarse en serio la propia existencia.

SER «SACRAMENTO» DEL AMOR DE DIOS

En el trato con enfermos moribundos –al igual que en otras situaciones decisivas–, se puede apreciar cómo toda la existencia parece estar concentrada y apuntando a temas de vital importancia, los cuales son planteados con una singular agudeza. «Estos enfermos están marcados por la conciencia de estar abocados a la muerte. La inminencia de la muerte hace que el enfermo se plantee las cuestiones que le trascienden… de alguna manera, se llega a filosofar y a hacer teología mentalmente.»[x] Entre estos temas que el acompañamiento pastoral adecuado invita a verbalizar (o a gestualizar) emerge con una fuerza increíble el tema de Dios, el después de la muerte, la culpa, la historia personal[xi].

Muchos de los enfermos tienen una historia tejida entre abandonos y desilusiones, por eso el agente pastoral ha de ser él mismo un espacio nuevo –una novedad, una buena nueva– y, permitiéndonos un lenguaje análogo, debería llegar a ser como sacramento[xii]. El acompañante, al mantenerse junto al otro, pondrá de manifiesto la presencia eficaz del Amor que estuvo y está en el corazón de su historia. Sabrá entonces, porque otro se lo está diciendo vitalmente, que «el Señor es bueno, su misericordia es eterna, y que su fidelidad permanece para siempre» (Sal 99, 5). Divisará que tiene un lugar en la redención del mundo, ese misterio tremendo del amor en el que la creación es renovada; y comprenderá, en fin, que Dios nos ama con un amor que no retrocede[xiii]. Al recorrer con el enfermo un tramo del camino y recibirlo así como está, «demostrándole» la decisión de acompañarlo hasta su «final», se lo animará a descubrir una nueva imagen de Dios y de la Iglesia: el Dios de Jesús y la fraternidad de Jesús, cuyos miembros serán reconocidos como discípulos por el amor (cf. Jn 13, 35).

Así como los sacramentos otorgan efectivamente la gracia que significan, de modo análogo, el agente pastoral permitirá, «eficazmente», que en sus gestos quede descubierto el rostro amoroso de Dios. Por ello le será posible al enfermo volver a creer y, además, crecer, abrir nuevos espacios de confianza. Pese a una historia posiblemente marcada por el abandono, la presencia cristiana del acompañante le posibilita, quizás, hacer un «balance», una nueva mirada sobre su historia, pero esta vez junto a un otro que no lo juzga. Leyendo en sus ojos el Evangelio del Perdón, podrá curar su pasado y transitar un camino nuevo de dignidad y esperanza[xiv].

Es aquí, en todo el proceso de acompañamiento y en el momento más cercano a la muerte, cuando el agente pastoral se constituye en sacramento y «reproduce» el Amor Trinitario (de comunidad, solidario) que Dios le ha mostrado a él. «Algunos enfermos reciben al agente de pastoral con un prejuicio inicial: el representante de la divinidad nos condenará, nos acusará de nuestros pecados, nos hará ver que sufrimos porque nos lo hemos merecido. Sólo el comportamiento no condenatorio que se interesa por la persona del enfermo permitirá al mismo cambiar de opinión»[xv]. En un camino recorrido de este modo ambos, acompañante y acompañado, sabrán quien es el prójimo.

Acompañar pastoralmente podría considerarse una tarea de toda la vida (¡no concebida en vulgares términos cronológicos!) en orden a trabajar la completud de la persona, que puede crecer entre la autoposesión y la donación, entre la (cruda) realidad y el proyecto de vida. Quizás –abandonando nuestros grandes proyectos, por piadosos que sean–, se trate simplemente de acompañar desde el silencio, un silencio que ame el misterioso dolor que no se termina de comprender… Ofrecer siempre una posibilidad más y juntos danzar, lo más alegremente posible, hacia lo pequeño y en verdad significativo.

[i] Comunicación presentada durante el seminario «Nuevas estrategias de intervención en pacientes con HIV/SIDA» para agentes de salud en el Hospital Francisco J. Muñiz, Bs. As., agosto de 1997.

[ii] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Espes, 22.

[iii] «A partir de esta acción de acompañamiento se descubre cómo la acción de Dios y su obra salvadora, no está en una destrucción mágica de la enfermedad, en un hacer desaparecer misteriosamente el dolor sino precisamente en la compañía médica, presencia fraterna, solidaria y compasiva…» L. E. López – P. Orozco, «Pastoral con pacientes de sida en fase terminal», en Franciscanum, 109-110 (1995), Colombia, 160.

[iv] «Cuando Jesús tocaba a un leproso se hacía a los ojos de los religiosos de aquel tiempo, ritual y socialmente impuro. Al ubicarnos al lado de los afectados por el VIH/SIDA asumimos su estigma y lo hacemos nuestro para transformarnos en la voz de aquellos que no pueden defenderse pos sí mismos, en la confiada espera de que un día ellos serán protagonistas de su historia.» C. Lisandro Orlov, «… y lo hicieron conmigo». Sugerencias     prácticas y pastorales para el acompañamiento de las personas afectadas por la epidemia del SIDA, Koinonía (Ed.), Buenos Aires, 1993, 4.

[v] En torno a esto se dijo que ‘el contagio del sida es fundamentalmente afectivo’. Lejos de ver en esto una marca negativa sobre los afectos y los vínculos de los seres humanos, se pretende poner de relieve justamente lo contrario. El virus HIV tiene su principal acceso al cuerpo humano por vía sexual, por compartir jeringas en grupo, por el llamado «contagio vertical» (de madre a hijo) y, finalmente, por las transfusiones no controladas. Ninguna de las formas de contagio están fuera del mundo de las relaciones, los afectos, los vínculos y la vida.

[vi] Sobre el origen y las repercusiones de la enfermedad se han avanzado desde los inicios teorías diversas en todos los niveles; infelizmente algunos hombres de iglesia –y de ello debemos hacernos cargo– se han referido a la pandemia en términos de castigo divino. Nos corresponde el esfuerzo de reflexionar incorporando quizás factores socio-culturales que tienen que ver con la enfermedad. Una pastoral integral debería pronunciarse sobre el individuo y, además, dirigir su mirada sobre lo que como comunidad humana significa el sida y cómo ésta, al igual que otras tantas situaciones, está denunciando una situación macro de injusticia y desorden para lo cual no es preciso poner a Dios como responsable…

[vii] La actitud de las iglesias ante la crisis del sida, aunque no sea el tema de nuestra reflexión, merece que se le dedique un pequeño párrafo. Varios años después de ser reportados los primeros casos de infección por VIH las iglesias comenzaron a manifestarse:

  • En 1987 el Comité ejecutivo del Episcopado de los EE. UU. emite un documento en el que se declara que «toda discriminación o violencia contra las personas afectadas/infectadas por el sida es injusta e inmoral», postulando que «toda persona es de una dignidad inestimable». Sobre la base de que es necesario una verdadera actitud de respeto hacia las elecciones de las personas expresa que se debe transmitir íntegramente la información sobre todos los modos de prevenir la enfermedad, incluido el uso del profiláctico.
  • En Noviembre de 1989, Juan Pablo II denuncia en su documento «La Iglesia ante el sida» que el problema fundamental es la crisis de valores especialmente constatable en la «inmunodeficiencia en la solidaridad y la justicia», por lo que se hace urgente «practicar siempre nuevas formas de solidaridad, rechazar toda forma de marginación, estar cerca de los menos afortunados, cultivar la amistad y la comprensión y rechazar toda violencia».
  • Recién en 1991 la Comisión Permanente del Episcopado Argentino publica su palabra acerca de la crisis del sida haciéndose eco de la enseñanza papal: «algunos esperan un descubrimiento prodigioso, otros pretenden señalar las culpas o transgresiones que la causan. Pero cualquiera de estas reacciones resulta incompleta, superficial, a veces injusta». Los dos desafíos de la crisis del sida son «asistir al afectado y prevenir la infección». A los afectados se dirige con palabras de consuelo: «no se sientan solos», y sobre la prevención dice «que debe ser no sólo realmente eficaz, sino también digna de la persona humana».

La exposición ordenada y sintética de estos documentos puede hallarse en C. L. Orlov, Celebrar la vida. El pensamiento de las Iglesias sobre el SIDA, Koinonía (Ed.) Bs. As. 1990; Juan Pablo II, La Iglesia ente el sida, Paulinas, Bs. As., 1991; Comisión Permanente del Episcopado Argentino, «Sida. Acompañar y prevenir con dignidad», en Actualidad pastoral 190 (1991) 222; Comisión Social de la Conferencia Espiscopal Francesa, Ante el SIDA, realizar la esperanza, en Nuevo Mundo 51 (1995) 97-103.

[viii] Sin embargo «ello no impide que muchos de los enfermos hayan mantenido una especie de tensión religiosa aletargada que en ocasiones ha podido despertarse y manifestarse en esporádicos comportamientos religiosos emparentados con la superstición.» J. C. Bermejo, Sida, vida en el camino, Paulinas, Madrid, 1990, 99.

[ix] «La integración del marginado. La vocación cristiana como superación de toda barrera según Mateo 9,9-13» Según un profundo análisis del texto elegido, muestra la actitud inclusiva y formadora de Jesús ante los marginados y sugiere una praxis eclesial consecuente con la de Cristo.

10 J. C. Bemejo, Sida, vida…, 100.

[x] .

[xi] En este sentido no es extraño ser testigo de la rebeldía y aun de reclamos a Dios (o a la Virgen) y es posible, en un ámbito de mucha intimidad, que el enfermo comente haber hecho una especie de «trato» con Dios, al estilo como lo describe la Dra. Kübler-Ross, Sobre la muerte y los moribundos, Grijalbo, Barcelona, 1994, 111.

[xii] La Iglesia se autocomprende como sacramento de unidad entre Dios y los hombres en Cristo; cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática lumen gentium, 1.

[xiii] Cf. Juan Pablo II, Redemptor hominis, 9.

[xiv] A este: «Digamos enseguida que la necesidad religiosa fundamental del enfermo de sida no es exclusivamente la de un servicio religioso centrado en los sacramentos. […] Después de analizar su experiencia religiosa, descubrimos claramente en ellos la necesidad de sentir el perdón, la comunión, la esperanza y un Dios que llene el vacío interior que pueden sentir después de toda una vida. El enfermo necesita sentir el perdón. Necesita vivir un proceso de autoperdón, una aceptación de sí mismo con todos sus límites, con su historia concreta. […] El enfermo necesita sentir la comunión y la solidaridad, en contraste con el temido rechazo y abandono. […] Pero en el fondo la necesidad central es la de encontrar un sentido ¿Demasiado pretencioso encontrar un sentido a la vida en medio de tanto sufrimiento y con una prognosis infausta? Descubrir valores nuevos, ver la vida como un misterio, el sufrimiento como una ocasión de madurar. […] En una palabra la necesidad religiosa del enfermo de sida es la de recibir un mensaje con el lenguaje que se es capaz de comprender, un mensaje de luz, un mensaje de salvación, un mensaje de amor, de victoria de la vida sobre todos tipo de muerte». J. C. Bermejo, Sida, vida…, 104-105. El subrayado es nuestro.