MENSAJE JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO 1993

MENSAJE
DEL SANTO PADRE
PARA LA I JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO

11 Febrero 1993

Queridos hermanos y hermanas:

1. La comunidad cristiana ha dirigido siempre una atención particular a los enfermos y al mundo del sufrimiento en sus múltiples manifestaciones. En el surco de tan larga tradición, la Iglesia universal se prepara para celebrar, con espíritu de servicio renovado, la primera Jornada mundial del enfermo, en cuanto ocasión peculiar para crecer en la actitud de escucha, de reflexión y de compromiso real ante el gran misterio del dolor y de la enfermedad.

Esta Jornada, que desde el próximo mes de febrero se celebrará todos los años en la conmemoración de Santa María, Virgen de Lourdes, quiere ser para todos los creyentes «un momento fuerte de oración, participación y ofrecimiento del sufrimiento para el bien de la Iglesia, así como de invitación a todos para que reconozcan en el rostro del hermano enfermo el santo rostro de Cristo que, sufriendo, muriendo y resucitando, realizó la salvación de la humanidad» (Carta por la que se instituía la Jornada mundial del enfermo, 13 mayo 1992, n. 3).

La Jornada, además, pretende implicar a todos los hombres de buena voluntad, pues las preguntas de fondo que se plantean ante la realidad del sufrimiento y la llamada a aportar alivio, tanto desde el punto de vista físico como espiritual, a quien está enfermo, no afectan solamente a los creyentes sino que interpelan a toda la humanidad, marcada con los límites de la condición mortal.

2. Nos preparamos, lamentablemente, a celebrar esta primera Jornada mundial en circunstancias para algunos dramáticas: los acontecimientos de estos meses, al tiempo que subrayan la urgencia de la oración para implorar la ayuda del cielo, reclaman al deber de poner por obra iniciativas nuevas y urgentes de ayuda con respecto a los que sufren y no pueden esperar.

Ante todos están las tristísimas imágenes de personas y poblaciones que, destrozados por guerras y conflictos, sucumben bajo el peso de calamidades fácilmente evitables. ¿Cómo retirar la mirada de los rostros implorantes de tantos seres humanos, sobre todo niños, reducidos a espectros de sí mismos por las peripecias de todo tipo en las que, a pesar suyo, se ven envueltos a causa del egoísmo y la violencia? Y ¿cómo olvidar a los que en los centros de hospitalización y de asistencia -hospitales, clínicas, leproserías, centros de minusválidos, casas para ancianos- o en sus propios domicilios, conocen el calvario de padecimientos a menudo ignorados, no siempre aliviados adecuadamente y a veces incluso agravados por la carencia de una ayuda adecuada?

3. La enfermedad, que en la experiencia diaria se percibe como una frustración de la fuerza vital natural, se convierte para los creyentes en una invitación a «leer» la nueva y difícil situación, en la perspectiva propia de la fe. Fuera de ella, por otra parte, ¿cómo se puede descubrir, en el momento de la prueba, la aportación constructiva del dolor?, ¿cómo dar significado y valor a la angustia, a la inquietud, a los males físicos y psíquicos que acompañan a nuestra condición mortal?, y ¿qué justificación se puede encontrar para el declive de la vejez y para la meta final de la muerte que, a pesar de los progresos científicos y tecnológicos siguen subsistiendo inexorablemente?

Sí, solamente en Cristo, Verbo encarnado, redentor del hombre y vencedor de la muerte, es posible encontrar la respuesta satisfactoria para esas preguntas fundamentales.

A la luz de la muerte y resurrección de Cristo la enfermedad no aparece ya como hecho exclusivamente negativo: más bien, se contempla como una «visita de Dios», como una ocasión «para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la civilización del amor» (Carta apostólica Salvifici doloris, 30; cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de febrero de 1984, p. 16).

La historia de la Iglesia y de la espiritualidad cristiana ofrece un amplísimo testimonio de eso. A través de todos los siglos se han escrito páginas admirables de heroísmo en el sufrimiento aceptado y ofrecido en unión con Cristo. Y se han llenado páginas no menos espléndidas mediante el servicio humilde hacia los pobres y los enfermos, en cuya carne herida ha se ha reconocido la presencia de Cristo, pobre y crucificado.

4. La celebración de la Jornada mundial del enfermo -tanto en su preparación, como en su desarrollo y en sus objetivos- no pretende reducirse a una mera manifestación externa centrada en torno a ciertas iniciativas, aun cuando éstas sean encomiables, sino que desea alcanzar las conciencias para hacerles conscientes de la valiosa contribución que presta el servicio humano y cristiano hacia quienes sufren, para una mayor comprensión entre los hombres y, en consecuencia, para la edificación de la verdadera paz.

Ésta, efectivamente, supone, como condición preliminar, que los que sufren y los enfermos sean objeto de una particular atención por parte de los poderes públicos, de las organizaciones nacionales e internacionales, y de toda persona de buena voluntad. Esto es válido, en primer lugar, para los países en vías de desarrollo -desde América Latina hasta Africa y Asia- que sufren de grandes carencias en asistencia sanitaria. La Iglesia, con motivo de la celebración de la Jornada mundial del enfermo, se hace promotora de un renovado compromiso hacia aquellas poblaciones, con la intención de borrar la injusticia que hoy existe, destinando mayores recursos humanos, espirituales y materiales, según sus necesidades.

En este sentido, deseo dirigir un llamamiento especial a las autoridades civiles, a los científicos y a todos cuantos viven en contacto directo con los enfermos. ¡Que su servicio no se haga jamás burocrático y lejano! Deseo sea especialmente claro para todos que la gestión capital público impone el grave deber de evitar el despilfarro y el uso indebido del mismo, a fin de que los recursos disponibles, administrados con sabiduría y equidad, sirvan para asegurar a cuantos lo necesitan la prevención y la asistencia en caso de enfermedad.

Las expectativas, muy vivas hoy, de una humanización de la medicina y de la asistencia sanitaria, requieren una respuesta más decidida. Sin embargo, para que la asistencia sanitaria sea más humana y adecuada, es fundamental poderse referir a una visión transcendente del hombre, que ilumine en el enfermo -imagen e hijo de Dios- el valor y el carácter sagrado de la vida. La enfermedad y el dolor afectan a todos los seres humanos: el amor hacia los que sufren es signo y medida del grado de civilización y de progreso de un pueblo.

5. A vosotros, queridos enfermos de todos los rincones del mundo, protagonistas de esta Jornada mundial, deseo que esta celebración os traiga el anuncio de la presencia viva y consoladora del Señor. Vuestros sufrimientos, acogidos y sostenidos por una fe inquebrantable, unidos a los de Cristo, adquieren un valor extraordinario para la vida de la Iglesia y para el bien de la humanidad.

A vosotros, agentes sanitarios, llamados al más alto, meritorio y ejemplar testimonio de justicia y de amor, os deseo que esta Jornada sea motivo de un renovado estímulo a proseguir en vuestro delicado servicio con apertura generosa a los valores profundos de la persona, al respeto a la dignidad humana y a la defensa de la vida, desde su primer brote hasta su natural ocaso.

Y a vosotros, pastores del pueblo cristiano, a los diversos componentes de la comunidad eclesial, a los voluntarios y, en particular, a quienes se dedican a la pastoral sanitaria, os exhorto a que esta primera Jornada mundial del enfermo ofrezca estímulo y ánimos a todos para continuar con un compromiso renovado vuestro camino de servicio al hombre que vive la prueba y que sufre.

6. En la memoria de Santa María, Virgen de Lourdes, cuyo santuario a los pies de los Pirineos se ha transformado como en un templo del sufrimiento humano, nos acercamos -como ella hizo en el Calvario donde se alzaba la cruz de su Hijo- a las cruces del dolor y de la soledad de tantos hermanos y hermanas, para llevarles consuelo, para compartir sus sufrimientos y presentarlos al Señor de la vida, en comunión espiritual con toda la Iglesia.

Que la Virgen, «Salud de los Enfermos» y «Madre de los vivientes», sea nuestro apoyo y nuestra esperanza y, por medio de la celebración de la Jornada del enfermo, acreciente nuestra sensibilidad y nuestra entrega en favor de quienes están viviendo en la prueba, junto con la confiada esperanza en el luminoso día de nuestra salvación, cuando toda lágrima sea enjugada para siempre (cf. Is 25, 8). Que nos sea concedido el poder gozar ya desde ahora de las primicias de aquel día con la alegría sobreabundante -aun en medio de todas las tribulaciones (cf. 2 Co 7, 4)- que, según la promesa de Cristo, nadie nos puede arrebatar (cf. Jn 16, 22).

¡Imparto a todos mi bendición!

Ciudad del Vaticano, 21 de octubre de 1992