DEL SANTO PADRE
PARA LA II JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
11 Febrero 1994
1. Con motivo de la significativa celebración anual de la Jornada mundial del enfermo os dirijo mi afectuoso recuerdo a vosotros, queridísimos hermanos y hermanas, que lleváis en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu los signos del sufrimiento humano.
Os saludo especialmente a vosotros, enfermos que tenéis la gracia de la fe en Cristo, Hijo de Dios vivo, hecho hombre en el seno de la Virgen María. En él, que se hizo solidario de todos los que sufren, crucificado y resucitado para la salvación de los hombres, encontráis la fuerza necesaria para vivir vuestro sufrimiento como dolor salvífico.
Quisiera encontrarme con cada uno de vosotros, que estáis dispersos en toda la tierra, para bendeciros, en el nombre del Señor Jesús, que pasó «haciendo el bien y curando» a los enfermos (Hch 10, 38). Quisiera poder estar junto a vosotros para consolar vuestras penas, sostener vuestro ánimo y alimentar vuestra esperanza, a fin de que cada uno sepa hacer de sí mismo un don de amor a Cristo para el bien de la Iglesia y del mundo.
Como María al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25), quisiera detenerme ante el calvario de tantos hermanos y hermanas que en este momento viven el tormento de guerras fratricidas, que languidecen en los hospitales o que llevan luto por sus seres queridos, víctimas de la violencia. La Jornada mundial tiene este año su momento celebrativo más solemne en el santuario mariano de Czestochowa, para implorar de la maternal intercesión de la santísima Virgen el don divino de la paz, así como el alivio espiritual y corporal de las personas enfermas o que sufren, que ofrecen sus sacrificios, en silencio, a la Reina de la paz.
2. Con motivo de la Jornada mundial del enfermo deseo atraer vuestra atención, queridos enfermos, y la de los agentes sanitarios, de los cristianos y de todas las personas de buena voluntad, hacia el tema del «dolor salvífico», es decir, hacia el significado cristiano del sufrimiento, desarrollado en la carta apostólica Salvifici doloris, publicada el 11 de febrero, hace diez años.
¿Cómo se puede hablar de dolor salvífico? ¿No es acaso el sufrimiento un obstáculo a la felicidad y un motivo para alejarse de Dios? Existen ciertamente tribulaciones que, desde el punto de vista humano, parecen sin sentido.
En realidad, si el Señor Jesús, Verbo encarnado, ha proclamado «Bienaventurados los que lloran» (Mt 5, 5), es porque existe un punto de vista más alto, el de Dios, que llama a todos a la vida y -aunque a través del dolor y de la muerte- a su reino eterno de amor y de paz.
¡Dichosa la persona que logra hacer resplandecer la luz de Dios en la pobreza de una vida de sufrimiento o disminuida!
3. Para alcanzar esta luz sobre el dolor, debemos, en primer lugar, escuchar la palabra de Dios, contenida en la sagrada Escritura, que puede definirse también como «un gran libro sobre el sufrimiento» (Salvifici doloris, 6). En ella encontramos, efectivamente, una «amplia gama de situaciones dolorosas para el hombre» (ib., 7), la multiforme experiencia del mal, que suscita inevitablemente la pregunta: «¿Por qué?» (ib., 9).
Esta pregunta ha encontrado en el libro de Job su expresión más dramática y, al mismo tiempo, una primera respuesta parcial. El episodio de aquel hombre justo, probado de todas las maneras a pesar de su inocencia, muestra que «no es cierto que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga un carácter de castigo» (ib., 11).
La respuesta plena y definitiva a Job es Cristo. «Solamente en el misterio del Verbo encarnado encuentra el misterio del hombre su verdadera luz» (Gaudium et spes, 22). En Cristo, también el dolor es injertado en el misterio de la caridad infinita, que se irradia desde Dios trino y se transforma en expresión de amor e instrumento de redención, es decir, en dolor salvífico.
El Padre es quien elige el don total del Hijo como camino para restaurar la alianza con los hombres, que era ineficaz por el pecado: «Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado su Hijo unigénito, a fin de que quien crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16).
Es el Hijo quien «se encamina hacia su propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica; va obediente hacia el Padre, pero ante todo está unido al Padre en el amor, con el cual él ha amado el mundo y al hombre en el mundo» (Salvifici doloris, 16).
El Espíritu Santo, por boca de los profetas, es quien anuncia el sufrimiento que el Mesías voluntariamente abraza por los hombres y, de alguna manera, en lugar de los hombres: «Y, con todo, eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba. […]. Y el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros» (Is 53, 4. 6).
4. ¡Admiremos, hermanos y hermanas, el designo de la divina Sabiduría! Cristo «se acercó… al mundo del sufrimiento humano por el hecho de haber asumido este sufrimiento en sí mismo» (Salvifici doloris, 16): se hizo en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15; 1 P 2, 22), asumió nuestra condición humana con todas sus limitaciones, incluida la muerte (cf. Flp 2, 7-8), ofreció su vida por nosotros (cf. Jn 10, 17; Jn 3, 16) para que vivamos la vida nueva en el Espíritu (cf. Rm 6, 4; 8, 9-11).
A veces sucede que bajo el peso de un dolor agudo e insoportable alguien se dirija a Dios con una queja, acusándole de injusticia; pero la queja muere en los labios de quien contempla al Crucificado que sufre «voluntaria e inocentemente» (Salvifici doloris, 18) ¡No se puede acusar a un Dios solidario con los sufrimientos humanos!
5. La pasión del Señor es la perfecta revelación del valor salvífico del dolor: «En la cruz de Cristo no solamente se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido» (ib., 19). Cristo «ha abierto su sufrimiento al hombre» y el hombre descubre en él sus propios sufrimientos «enriquecidos con un nuevo contenido y con un nuevo significado» (ib., 20).
La razón, que ya percibe la distinción existente entre el dolor y el mal, cuando es iluminada por la fe, comprende que todo sufrimiento puede ser, por gracia, una prolongación del misterio de la Redención, la cual, aun siendo completa en Cristo, «permanece constantemente abierta a todo amor que se expresa en el sufrimiento humano» (ib., 24)
Todas las tribulaciones de la vida pueden ser signos y premisas de la gloria futura: «Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo -nos exhorta san Pedro en su primera carta- para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria» ( 1 P 4, 13).
6. Sabéis por experiencia, queridos enfermos, que en vuestra situación tenéis más necesidad de ejemplos que de palabras. Sí; todos tenemos necesidad de modelos que nos animen a caminar por la senda de la santificación del dolor.
En esta memoria de Nuestra Señora de Lourdes, contemplamos a María como una imagen viva del evangelio del sufrimiento.
Recorred con la mente los episodios de su vida. Hallaréis a María en la pobreza de la casa de Nazaret, en la humillación de la gruta de Belén, en las estrecheces de la huída a Egipto, en la fatiga del humilde y bendito trabajo con Jesús y con José.
Sobre todo después de la profecía de Simeón, que anunciaba la participación de la Madre en los sufrimientos del Hijo (cf. Lc 2, 34), María experimentó en lo más profundo de su ser un misterioso presagio de dolor. Junto a su Hijo, también ella comenzó a dirigirse hacia la cruz. «Fue en el Calvario donde el sufrimiento de María santísima, junto al de Jesús, alcanzó un vértice ya difícilmente imaginable en su profundidad desde el punto de vista humano, pero ciertamente misterioso y sobrenaturalmente fecundo para los fines de la salvación universal» (Salvifici doloris, 25).
La Madre de Jesús fue preservada del pecado, pero no del sufrimiento. Por ello, el pueblo cristiano se identifica con la figura de la Virgen Dolorosa, descubriendo en el dolor sus propios dolores. Al contemplarla, cada fiel penetra más íntimamente en el misterio de Cristo y de su dolor salvífico.
Tratemos de entrar en comunión con el Corazón inmaculado de la Madre de Jesús, en el que se ha reflejado de forma única e incomparable el dolor del Hijo para la salvación del mundo. Acojamos a María, constituida por Cristo, en el Calvario, Madre espiritual de sus discípulos, y encomendémonos a ella, para ser fieles a Dios en el itinerario que va desde el bautismo a la gloria.
7. Me dirijo ahora a vosotros, agentes sanitarios, médicos, enfermeros y enfermeras, capellanes y hermanas religiosas, personal técnico y administrativo, asistentes sociales y voluntarios.
Como el buen samaritano, estáis al lado y al servicio de los enfermos y de quienes sufren, respetando en ellos, por encima de todo y siempre, la dignidad de persona y, con los ojos de la fe, reconociendo la presencia de Jesús sufriente. Alejaos de la indiferencia que puede derivar de la rutina; renovad cada día el compromiso de ser hermanos y hermanas para todos, sin discriminación alguna; a la insustituible aportación de vuestra profesionalidad, unida a la idoneidad de las estructuras, añadid el «corazón», único capaz de humanizarlas (Salvifici doloris, 29).
8. Me dirijo, finalmente, a vosotros, responsables de las naciones, a fin de que consideréis la sanidad como un problema de primera importancia a escala mundial.
Una de las finalidades de la Jornada mundial del enfermo consiste en realizar una labor de amplia sensibilización sobre los problemas, graves e inderogables, que afectan a la sanidad y a la salud. Dos tercios de la humanidad, aproximadamente, carecen aún de la asistencia sanitaria esencial, mientras que los recursos empleados en este sector son a menudo insuficientes. El programa de la Organización mundial de la salud –Salud para todos en el año dos mil-, que podría parecer un espejismo, debe estimular a una competición en la solidaridad práctica. Los extraordinarios progresos de la ciencia y de la técnica, y el desarrollo de los medios de comunicación, contribuyen a que esta esperanza sea cada vez más consistente.
9. Queridísimos enfermos, sostenidos por la fe, afrontad el mal en todas sus formas, sin desánimos y sin caer en el pesimismo. Aceptad la posibilidad abierta por Cristo de transformar vuestra situación en expresión de gracia y de amor. Así, también vuestro dolor será salvífico y contribuirá a completar los padecimientos de Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1, 24).
A todos vosotros, a los agentes sanitarios y a cuantos se dedican al servicio de quien sufre, expreso mis mejores deseos de gracia y paz, salvación y salud, fuerza para vivir, esfuerzo constante y una esperanza indefectible. Junto con la maternal asistencia de la santísima Virgen, Salus infirmorum, os acompañe y os reconforte siempre mi afectuosa bendición.
Vaticano, 8 de diciembre de 1993