MENSAJE
DEL SANTO PADRE
CON MOTIVO DE LA III JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
11 Febrero 1995
1. Los gestos de salvación de Jesús hacia «quienes eran esclavos del mal» (Misal romano, Prefacio común VII) han encontrado siempre una continuación significativa en la solicitud de la Iglesia hacia los enfermos. Por ello, ésta manifiesta a los que sufren su atención de formas muy diferentes, entre las cuales goza de particular relevancia, en el contexto actual, la institución de la Jornada mundial del enfermo. Esta iniciativa, que ha encontrado una gran acogida entre quienes se interesan por la condición de las personas que sufren, pretende dar un nuevo estímulo a la acción pastoral y caritativa de la comunidad cristiana, de tal manera que la misma asegure una presencia cada vez más eficaz e incisiva en la sociedad.
Se trata de una exigencia especialmente sentida en nuestro tiempo, que contempla cómo poblaciones enteras viven entre enormes calamidades a causa de crueles conflictos, cuyo precio más alto suelen pagar los débiles. ¿Cómo no reconocer que nuestra civilización «debería darse cuenta de que, bajo diferentes puntos de vista, es una civilización enferma, que genera profundas alteraciones en el hombre»? (Carta a las familias, 20).
Está enferma por el egoísmo difundido, por el utilitarismo individualista propuesto a menudo como modelo de vida, por la negación o la indiferencia que, a veces, se demuestra hacia el destino trascendente del hombre, por la crisis de valores espirituales y morales que tanto preocupa a la humanidad. La patología del espíritu no es menos peligrosa que la patología física, y ambas se influyen recíprocamente.
2. En el mensaje para la Jornada del enfermo del año pasado recordé el décimo aniversario de la publicación de la Carta apostólica Salvifici doloris, que trata del significado cristiano del sufrimiento humano. En esta ocasión quisiera atraer la atención hacia la proximidad del décimo aniversario de otro acontecimiento eclesial muy significativo para la pastoral de los enfermos. Con el Motu proprio Dolentium hominum, del 11 de febrero de 1985, instituí la Comisión pontificia, que fue después Consejo pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios, el cual, a través de múltiples iniciativas, «manifiesta la solicitud de la Iglesia hacia los enfermos ayudando a aquellos que desarrollan un servicio hacia los enfermos y los que sufren, a fin de que el apostolado de la misericordia, con el que les asisten, responda cada vez mejor a las nuevas exigencias» (constitución apostólica Pastor Bonus, art. 152).
La cita más importante de la próxima Jornada mundial del enfermo, que celebraremos el 11 de febrero de 1995, tendrá lugar en tierras africanas, en el santuario de María, Reina de la paz, de Yamusukro, en Costa de Marfil. Será un encuentro eclesial espiritualmente vinculado a la Asamblea especial para Africa del Sínodo de los obispos; y será, al mismo tiempo, una ocasión para participar en el gozo de la Iglesia de Costa de Marfil, que recuerda el centenario de la llegada de los primeros misioneros.
Encontrarse en el continente africano para una conmemoración tan significativa y emotiva, y especialmente en el santuario mariano de Yamusukro, invita a una reflexión sobre la relación entre el dolor y la paz. Se trata de una relación muy profunda: cuando no hay paz, el sufrimiento se extiende y la muerte dilata su poder entre los hombres. Tanto en la comunidad social como en la familiar, cuando el entendimiento pacífico se debilita, se produce una proliferación de atentados contra la vida, mientras que el servicio a la vida, su promoción y defensa, aun a costa del sacrificio personal, constituyen la premisa indispensable para una auténtica construcción de la paz individual y social.
3. En los umbrales del tercer milenio, la paz, por desgracia, está aún lejana, y no son pocos los síntomas de un posible alejamiento ulterior. A menudo resultan difíciles la identificación de las causas y la búsqueda de los remedios. Incluso entre los cristianos a veces se libran sangrientas luchas fratricidas. Pero quienes se ponen, con ánimo abierto, a la escucha del Evangelio no pueden cesar de exigirse a sí mismos y a los demás el compromiso del perdón y de la reconciliación. Están llamados a presentar, en el altar de la trémula oración cotidiana, junto con los enfermos de todo el mundo, la ofrenda del sufrimiento que Cristo aceptó como medio para redimir a la humanidad y salvarla.
La cruz de Cristo, en la que todos hemos sido salvados, es la fuente de la paz. El cristiano, llamado a la unión con Cristo (cf. Col 1, 24) y a sufrir como Cristo (cf. Lc 9, 23; 21, 12-19; Jn 15, 18-21), con la aceptación y el ofrecimiento del sufrimiento, anuncia la fuerza constructiva de la cruz. En efecto, si la guerra y la división son fruto de la violencia y del pecado, la paz es fruto de la justicia y del amor, que tienen su vértice en el ofrecimiento generoso del sufrimiento personal llevado, si es necesario, hasta la entrega de la propia vida en unión con Cristo. «Cuanto más amenazado se encuentra el hombre por el pecado, tanto más pesadas son las estructuras del pecado que lleva consigo el mundo de hoy, tanto mayor es la elocuencia que posee en sí el sufrimiento humano. Y tanto más la Iglesia siente la necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la salvación del mundo» (carta apostólica Salvifici doloris, 27).
4. La valorización del sufrimiento y su ofrecimiento por la salvación del mundo son ya en sí acción y misión de paz, porque por el testimonio valeroso de los débiles, de los enfermos y de los que sufren, puede surgir la mayor contribución para la paz. El sufrimiento, en efecto, estimula una comunión espiritual más profunda, favoreciendo, por una parte, la recuperación de una mayor calidad de la vida y promoviendo, por otra, el compromiso convencido en favor de la paz entre los hombres.
El creyente sabe que, asociándose a los sufrimientos de Cristo, se convierte en un auténtico artífice de paz. Es un misterio insondable, cuyos frutos aparecen con evidencia en la historia de la Iglesia y, especialmente, en la vida de los santos. Si existe un sufrimiento que provoca la muerte, existe también, según el plan de Dios, un sufrimiento que lleva a la conversión y a la transformación del corazón del hombre (cf. 2 Co 7, 10): es el sufrimiento el que, en cuanto complemento en la propia carne de «lo que falta» a la pasión de Cristo (cf. Col 1, 24), se transforma en razón y fuente de gozo, porque genera vida y paz.
5. Queridos hermanos y hermanas que sufrís en el cuerpo y en el espíritu, os deseo a todos que sepáis reconocer y acoger la llamada de Dios para ser artífices de paz a través del ofrecimiento de vuestro dolor. No es fácil responder a una llamada tan exigente. Mirad siempre con confianza a Jesús «Siervo sufriente», pidiéndole la fuerza necesaria para transformar en donación la prueba que os aflige. Escuchad con fe su voz, que repite a cada uno: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11, 28).
Que la Virgen María, Madre de los dolores y Reina de la paz, obtenga para cada creyente el don de una fe sólida, de la que el mundo tiene suma necesidad. Gracias a ella las fuerzas de mal, del odio y de la discordia, serán desarmadas por el sacrificio de los débiles y enfermos, unido al misterio pascual de Cristo redentor.
6. Me dirijo ahora a vosotros médicos, enfermeros, miembros de asociaciones y grupos de voluntariado, que estáis al servicio de los enfermos. Vuestra obra será auténtico testimonio y acción concreta de paz, si estáis dispuestos a ofrecer amor verdadero a aquellos con quienes estáis en contacto y si, como creyentes, sabéis descubrir en ellos la presencia de Cristo. Esta invitación se dirige de manera muy especial a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas que, por carisma de su instituto o por su forma particular de apostolado, se dedican directamente a la pastoral sanitaria.
Al mismo tiempo que expreso mi alta estima por todo cuanto hacéis con abnegación y entrega generosa, deseo que quienes se dedican a la profesión médica y de enfermería lo hagan con entusiasmo y disponibilidad generosa, y ruego al Dueño de la mies que envíe numerosos y santos obreros a trabajar en el vasto campo de la salud, tan importante para el anuncio y el testimonio del Evangelio.
Pido a María, Madre de los que sufren, que esté siempre al lado de los que viven en la prueba y que sostenga el esfuerzo de los que consagran su vida al servicio de los enfermos.
Con estos sentimientos imparto de todo corazón a vosotros, queridísimos enfermos, y a todos los que de cualquier manera están junto a vosotros en vuestras múltiples necesidades materiales y espirituales, una bendición apostólica especial.
Vaticano, 21 de noviembre de 1994, decimoséptimo año de mi pontificado.