DE JUAN PABLO II
PARA LA IV JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
1. «No te preocupes por esta enfermedad ni por ninguna otra desgracia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y mi amparo? ¿No soy yo tu salud?». El humilde indígena Juan Diego de Cuautitlán escuchó estas palabras de los labios de la santísima Virgen, en diciembre de 1531, al pie de la colina de Tepeyac, hoy llamada Guadalupe, después de haber implorado la curación de un pariente.
Mientras la Iglesia en la amada nación mexicana recuerda el primer centenario de la coronación de la venerada imagen de Nuestra Señora de Guadalupe (1895-1995), es particularmente significativa la elección del famoso santuario de la ciudad de México como lugar para el momento más solemne de la celebración de la próxima Jornada mundial del enfermo, el 11 de febrero de 1996.
Esta jornada se halla en el centro de la fase antepreparatoria (1994-1996) del tercer milenio cristiano que debe «servir para reavivar en el pueblo cristiano la conciencia del valor y del significado que el jubileo del año 2000 supone en la historia humana» (Tertio millennio adveniente, 31). La Iglesia mira con confianza los acontecimientos de nuestro tiempo y entre los «signos de esperanza presentes en este último fin de siglo» reconoce el camino realizado «por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana» (ib., 46). Bajo el signo de esta esperanza, iluminada por la presencia de María, Salud de los enfermos, y como preparación de la IV Jornada del enfermo, me dirijo a los que llevan en su cuerpo y en su espíritu los signos del sufrimiento humano, así como a cuantos, en el servicio fraterno que les brindan, desean realizar un perfecto seguimiento del Redentor. En efecto, «como Cristo (…) fue enviado por el Padre «a anunciar la buena noticia a los pobres, (…) a sanar a los de corazón destrozado» (Lc 4, 18), «a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10), también la Iglesia abraza con amor a todos los que sufren bajo el peso de la debilidad humana; más aún, descubre en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y sufriente» (Lumen gentium, 8).
2. Amadísimos hermanos y hermanas que experimentáis de modo particular el sufrimiento, estáis llamados a una misión peculiar en el ámbito de la nueva evangelización, inspirándoos en María, Madre del amor y del dolor humano. En este difícil testimonio os sostienen los agentes sanitarios, vuestros familiares y los voluntarios que os acompañan a lo largo del camino diario de la prueba. Como recordé en mi reciente carta apostólica Tertio millennio adveniente, «María santísima, que estará presente de un modo, por así decir, «transversal» a lo largo de toda la fase preparatoria» del gran jubileo del año 2000, «como ejemplo perfecto de amor, tanto a Dios como al prójimo», para que escuchemos su voz materna que nos repite: «Haced lo que Cristo os diga» (cf. nn. 43 y 54).
Aceptando esta invitación del corazón de la Salus infirmorum, os será posible imprimir a la nueva evangelización un singular carácter de anuncio del evangelio de la vida, con la mediación misteriosa del testimonio del evangelio del sufrimiento (cf. Evangelium vitae, 1; Salvifici doloris, 3). «Una pastoral sanitaria bien organizada forma parte igualmente de la tarea evangelizadora» (Discurso a la IV asamblea plenaria de la Comisión pontificia para América Latina, n. 8; 23 de junio de 1995: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de junio de 1995, p. 10).
3. La Madre de Jesús es ejemplo y guía de este anuncio eficaz, puesto que «María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone «en medio», o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede más bien «tiene el derecho de» hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por lo tanto, tiene un carácter de intercesión: María «intercede» por los hombres. No sólo: como Madre desea también que se manifieste el poder mesiánico del Hijo, es decir su poder salvífico encaminado a socorrer la desventura humana, a liberar al hombre del mal que bajo diversas formas y medidas pesa sobre su vida» (Redemptoris Mater, 21).
Esta misión hace siempre presente en la vida de la Iglesia a la Salus infirmorum que, como en los albores de la Iglesia (cf. Hch 1, 14), sigue siendo también hoy «ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Lumen gentium, 65).
La celebración del momento más solemne de la Jornada mundial del enfermo en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe une idealmente la primera evangelización del nuevo mundo con la nueva. En efecto, entre los pueblos de América Latina «el Evangelio ha sido anunciado, presentando a la Virgen María como su realización más alta (…). Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe que se yergue al inicio de la evangelización» (Documento de Puebla, 1979, nn. 282 y 446). Por esta razón, en el nuevo mundo, desde hace cinco siglos se venera a la santísima Virgen como «primera evangelizadora de América Latina», como «estrella de la evangelización» (Carta a los religiosos y a las religiosas de América Latina en el V Centenario de la evangelización del nuevo mundo, 31).
4. La Iglesia, en el cumplimiento de su tarea misionera, sostenida y consolada por la intercesión de María santísima, ha escrito páginas significativas de solicitud por los enfermos y los que sufren en América Latina. También hoy la pastoral sanitaria sigue ocupando un lugar destacado en la acción apostólica de la Iglesia, que tiene la responsabilidad de numerosos lugares de asistencia y atención, y realiza su obra entre los más pobres con apreciada dedicación en el campo sanitario, gracias al compromiso generoso de tantos hermanos en el episcopado, sacerdotes, religiosos, religiosas y muchos fieles laicos, que han desarrollado una notable sensibilidad ante los que sufren.
Además, si desde América Latina se extiende la mirada a todo el mundo, nos encontramos con innumerables confirmaciones de esta solicitud materna de la Iglesia por los enfermos. También hoy, quizá sobre todo hoy, se eleva de la humanidad el llanto de multitudes probadas por el sufrimiento. Enteras poblaciones están atormentadas a causa de la crueldad de la guerra. Las víctimas de los conflictos todavía en curso son, sobre todo, los más débiles: las madres, los niños y los ancianos. ¡Cuántos seres humanos, debilitados por el hambre y las enfermedades, no pueden contar ni siquiera con las formas más elementales de asistencia! Y donde éstas afortunadamente existen, ¡cuántos son los enfermos oprimidos por el temor y la desesperación, a causa de la incapacidad de dar un sentido constructivo al propio sufrimiento a la luz de la fe!
Los meritorios y también heroicos esfuerzos de tantos agentes sanitarios y la creciente aportación de personal voluntario no bastan para cubrir las necesidades concretas. Pido al Señor que suscite un número aún mayor de personas generosas, que sepan dar a quien sufre el consuelo no sólo de la asistencia física, sino también del apoyo espiritual, presentándoles las perspectivas consoladoras de la fe.
5. Amadísimos enfermos y vosotros, familiares y agentes sanitarios que compartís su difícil camino, sentíos protagonistas de la renovación evangélica en el itinerario espiritual hacia el gran jubileo del año 2000. En el inquietante panorama de las antiguas y nuevas formas de agresión contra la vida que caracterizan la historia de nuestros días, sois como la multitud que trataba de tocar al Señor «porque salía de él una fuerza que sanaba a todos» (Lc 6, 19). Precisamente ante esa multitud de gente Jesús pronunció el sermón de la montaña, proclamando bienaventurados a los que lloran (cf. Lc 6, 21). Sufrir y estar cerca de quien sufre: quien vive en la fe estas dos situaciones entra en contacto particular con los sufrimientos de Cristo y es admitido a compartir «una especialísima partícula del tesoro infinito de la redención del mundo» (Salvifici doloris, 27).
6. Amadísimos hermanos y hermanas que os encontráis en la prueba, ofreced generosamente vuestro dolor en comunión con Cristo sufriente y con María, su dulcísima Madre. Y vosotros, que trabajáis diariamente junto a quienes sufren, haced de vuestro servicio una valiosa contribución a la evangelización. Sentíos todos parte viva de la Iglesia, puesto que en vosotros la comunidad cristiana está llamada a confrontarse con la cruz de Cristo, para dar al mundo razón de la esperanza evangélica (cf. 1 P 3, 15). «Os pedimos a todos los que sufrís, que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal que nos presenta el mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo» (Salvifici doloris, 31).
7. Mi llamamiento también se dirige a vosotros, pastores de las comunidades eclesiales, y a vosotros, responsables de la pastoral sanitaria, para que con una preparación adecuada os dispongáis a celebrar la próxima Jornada mundial del enfermo mediante iniciativas encaminadas a sensibilizar al pueblo de Dios e incluso a la sociedad civil, ante los vastos y complejos problemas de la sanidad y de la salud.
Y vosotros, agentes sanitarios médicos, farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos, religiosas, administradores y voluntarios, y en especial vosotras, las mujeres, pioneras en el servicio sanitario y espiritual a los enfermos, haceos todos promotores y promotoras de comunión entre los enfermos, entre sus familiares y en la comunidad eclesial.
Estad al lado de los enfermos y sus familias haciendo que cuantos se encuentran en la prueba no se sientan marginados. De este modo, la experiencia del dolor se convertirá para cada uno en escuela de entrega generosa.
8. Extiendo complacido este llamamiento a los responsables civiles en todos los niveles para que, en la atención y el compromiso de la Iglesia a favor del mundo del sufrimiento, vean una ocasión de diálogo, encuentro y colaboración, a fin de construir una civilización que, impulsada por la solicitud hacia el que sufre, avance cada vez más por el camino de la justicia, la libertad, el amor y la paz. Sin justicia el mundo no conocerá la paz; sin la paz el sufrimiento crecerá de forma ilimitada.
Invoco la ayuda materna de María sobre cuantos sufren y sobre todos los que se dedican a su servicio. Que la Madre de Jesús, venerada desde hace siglos en el insigne santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, escuche el clamor de tantos sufrimientos, enjugue las lágrimas de quien se halla inmerso en el dolor, y esté al lado de todos los enfermos del mundo. Queridos enfermos, que la santísima Virgen presente a su Hijo el ofrecimiento de vuestras penas, en las que se refleja el rostro de Cristo en la cruz.
Acompaño este deseo con la seguridad de mi oración ferviente, mientras imparto de corazón a todos mi bendición apostólica.
Vaticano, 11 de octubre de 1995, memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia.