DEL SANTO PADRE
CON MOTIVO DE LA VI JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
11 febrero 1998
¡Amadísimos Hermanos y Hermanas!
1. La celebración de la próxima Jornada Mundial del Enfermo, el 11 de febrero de 1998, tendrá lugar en el Santuario de Loreto. Al recordar el momento en el que el Verbo se hizo carne en el seno de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, el lugar que ha sido elegido nos invita a fijar nuestra mirada en el misterio de la Encarnación.
En mis varias visitas a este «primer Santuario de alcance internacional dedicado a la Virgen y que durante muchos siglos ha sido el verdadero corazón mariano de la cristiandad» (Carta a Mons. Pasquale Macchi, Delegado Pontificio para el Santuario de Loreto, 15 de agosto de 1993), siempre he sentido la cercanía especial de los numerosos y confiados enfermos que aquí acuden. «¿Dónde podrían ser mejor acogidos que en la casa de Aquella que las «letanías lauretanas» nos hacen invocar como «salud de los enfermos» y «consoladora de los afligidos»? (ibid.).
La elección de Loreto se armoniza bien con la larga tradición de la amorosa atención de la Iglesia hacia los que sufren en el cuerpo y en el espíritu. Este lugar estimulará la oración que los fieles elevan al Señor por los enfermos confiando en la intercesión de María. Asimismo, esta importante cita es para la Comunidad eclesial una ocasión para detenerse con devoto recogimiento ante la Santa Casa, «imagen» de un acontecimiento y de un misterio fundamental cual es la Encarnación del Verbo, para acoger la luz y la fuerza del Espíritu que transforma el corazón del hombre en morada de esperanza.
2. «Y El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14). En el Santuario de Loreto, más que en otros, es posible advertir el profundo sentido de estas palabras del evangelista Juan. De las paredes de la Santa Casa, Jesucristo, «Dios con nosotros», nos habla con especial vigor sobre el amor del Padre (cfr. Jn 3, 16), que en la Encarnación redentora encontró su más alta manifestación. Buscando al hombre, Dios mismo se ha hecho hombre, estableciendo un puente entre la trascendencia divina y la condición humana. «Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo… obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 6-8). Cristo no ha venido para eliminar nuestras penas, sino para compartirlas y, asumiéndolas, darles un valor salvífico: haciéndose partícipe de la condición humana, con sus límites y sus dolores, El la ha redimido. La salvación realizada por El, ya prefigurada en las curaciones de los enfermos, abre horizontes de esperanza a quienes se encuentran en la difícil estación del sufrimiento.
3. «Por obra del Espíritu Santo«. El misterio de la Encarnación es obra del Espíritu, que en la Trinidad es «la Persona-amor, el don increado… fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia» (Carta Enc. Dominum et vivificantem 50). A El ha sido dedicado el año 1998, segundo de preparación inmediata al Jubileo del 2.000.
Infundido en nuestros corazones, el Espíritu Santo hace que sintamos de manera inefable al «Dios cercano» que Cristo nos ha revelado: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!» (Gal 4, 6). El es el verdadero custodio de la esperanza de todas las criaturas humanas y, de manera especial, de aquéllas que «poseen las primicias del Espíritu» y «anhelan la redención de su cuerpo» (cfr. Rm 8, 23). Como proclama la Secuencia litúrgica de la Solemnidad de Pentecostés, en el corazón del hombre el Espíritu Santo se convierte en verdadero «padre de los pobres, dador de dones, luz de los corazones»; se vuelve «dulce huésped del alma» que da «descanso» en la fatiga, «reparo» en el «calor» del día, «consuelo» en las inquietudes, en las luchas y peligros de todo tiempo. Es el Espíritu que da al corazón humano la fuerza para afrontar las situaciones difíciles y para superarlas.
4. «En el seno de la Virgen María«. Al contemplar las paredes de la Santa Casa, nos parece escuchar aún el eco de las palabras con las cuales la Madre del Señor dio su consentimiento y su cooperación en el proyecto salvífico de Dios: heme aquí, el abandono generoso; fiat, la sumisión confiada. Siendo capacidad pura de Dios, María hizo de su vida una cooperación constante en la obra salvífica realizada por su Hijo Jesús.
En este segundo año de preparación al Jubileo, debemos contemplar e imitar a María «sobre todo como la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza, que supo acoger como Abraham la voluntad de Dios «esperando contra toda esperanza» (Rm 4, 18)» (Ex. ap. Tertio millennio adveniente, 48). Cuando se declaró esclava del Señor, María sabía que se ponía al servicio de su amor hacia los hombres. Mediante su ejemplo Ella nos ayuda a comprender que la aceptación incondicional de la soberanía de Dios pone al hombre en una actitud de total disponibilidad. De este modo, la Virgen se convierte en «modelo» de la atención vigilante y de la compasión hacia el que sufre. Después de haber acogido con generosidad el mensaje del Angel, tiene un significado especial el hecho de que inmediatamente la Virgen se dirigió para servir a Isabel. Más tarde, ante la situación embarazosa de los esposos en Caná de Galilea, captará su petición de ayuda, convirtiéndose así en el reflejo elocuente del amor benévolo de Dios. El servicio de la Virgen encontrará su manifestación máxima al participar en el sufrimiento y en la muerte de su Hijo cuando, a los pies de la cruz, acogerá la misión como Madre de la Iglesia.
Contemplando a la Virgen, Salud de los enfermos, muchos cristianos han aprendido a lo largo de los siglos a revestir de ternura materna su asistencia a los enfermos.
5. La contemplación del misterio de la Encarnación, que nos recuerda con tanta inmediatez la Casa de Loreto, hace revivir la fe en la obra salvífica de Dios, que ha liberado en Cristo al hombre del pecado y de la muerte y ha abierto el corazón a la esperanza de cielos nuevos y de tierra nueva (cfr. 2P 3, 13). En un mundo lacerado por sufrimientos, contradicciones, egoísmos y violencias, el creyente está convencido de que «la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto» (Rm 8, 22) y, a través de la palabra y de la vida, asume el compromiso de ser testigo de Cristo resucitado.
Por esta razón, en la exhortación Apostólica Tertio millennio adveniente he invitado a los creyentes a valorar «los signos de esperanza presentes en este final de siglo, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos», y a poner particular atención en «los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana» (n. 46). Sin embargo, los resultados positivos obtenidos para eliminar las enfermedades y aliviar los sufrimientos no deben hacernos olvidar las numerosas situaciones en las que se ignora y atropella el valor central y la dignidad de la persona humana, como sucede cuando se considera la Sanidad en términos de lucro y no de servicio solidario, cuando se deja sola a la familia ante los problemas de la salud o cuando las personas más débiles de la sociedad se ven obligadas a soportar las consecuencias de una injusta falta de atención y de discriminaciones.
Con ocasión de esta Jornada Mundial del Enfermo deseo animar a la Comunidad eclesial a renovar el compromiso para transformar la sociedad humana en una «casa de esperanza«, en colaboración con los creyentes y los hombres de buena voluntad.
6. Este compromiso requiere que la Comunidad eclesial viva la comunión: sólo donde los hombres y las mujeres, mediante la escucha de la Palabra, la oración y la celebración de los sacramentos, se vuelven «un corazón y un alma sola», se desarrolla la solidaridad fraterna y se progresa compartiendo los bienes, y se cumple lo que san Pablo recuerda a los cristianos de Corinto: «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él» (1Co 12, 26).
La Iglesia, mientras se prepara al Gran Jubileo del 2000, está llamada a intensificar sus esfuerzos para traducir en proyecto concreto la comunión sugerida por las palabras del Apóstol. Las diócesis, las parroquias y todas las Comunidades eclesiales han de hacer lo posible para presentar los temas de la salud y de la enfermedad a la luz del Evangelio; han de animar la promoción y la defensa de la vida y de la dignidad de la persona humana, desde su concepción hasta su fin natural; deben realizar de manera concreta y visible la opción preferencial por los pobres y los marginados y, entre éstos, dedicar una amorosa atención a las víctimas de las nuevas enfermedades sociales, a los minusválidos, a los enfermos crónicos, a los moribundos y a los que a causa de desórdenes políticos y sociales están obligados a dejar su tierra y a vivir en condiciones precarias e incluso inhumanas.
Las comunidades que saben vivir la auténtica diaconía evangélica, viendo en el pobre y en el enfermo «a su Señor y Patrón», son el anuncio valeroso de la resurrección y contribuyen a renovar eficazmente la esperanza «en la llegada definitiva del Reino de Dios».
7. Queridos enfermos, en la Comunidad eclesial se os reserva un puesto especial. La condición de sufrimiento en la que vivís y el anhelo de recuperar la salud os hacen particularmente sensibiles al valor de la esperanza. Confío a la intercesión de María vuestra aspiración al bienestar del cuerpo y del espíritu y os exhorto a iluminarla y a elevarla con la virtud teologal de la esperanza, don de Cristo.
Ella os ayudará para que otorguéis un significado nuevo al sufrir, transformándolo en camino de salvación, en ocasión de evangelización y redención. En efecto, «el sufrir puede tener también un significado positivo para el hombre y para la misma sociedad, llamado como está a convertirse en una forma de participación en el sufrimiento salvador de Cristo y en su alegría de resucitado y, por tanto, una fuerza de santificación y edificación de la Iglesia» (Christifideles laici, 54; cfr. Carta Enc. Salvifici doloris, 23). Modelada en aquélla de Cristo y habitada por el Espíritu Santo, vuestra experiencia del dolor proclamará la fuerza victoriosa de la Resurrección.
8. Naturalmente, la contemplación de la Santa Casa nos lleva a detenernos en la Familia de Nazaret, en la que no faltaron las pruebas: en un himno litúrgico se le llama «experta en el sufrir» (Breviario Romano, Oficio de las Lecturas en la solemnidad de la Sagrada Familia). Sin embargo, la «santa y dulce morada» (ibid.) vivía también en la alegría del más límpido gozo.
Mi deseo es que de esa morada llegue a cada familia humana, herida por el sufrimiento, el don de la serenidad y de la confianza. Al mismo tiempo que invito a la Comunidad eclesial y civil a ocuparse de las difíciles situaciones en las que se encuentran muchas familias bajo el peso impuesto por la enfermedad de un pariente, recuerdo que el mandamiento del Señor de visitar a los enfermos está dirigido en primer lugar a los familiares del enfermo. La asistencia a los familiares enfermos, realizada con un espíritu de amorosa donación de sí y sostenida por la fe, por la oración y por los sacramentos, puede transformarse en instrumento terapéutico insustituible para el enfermo y ser para todos ocasión para descubrir preciosos valores humanos y espirituales.
9. En este marco, dirijo un pensamiento especial a los agentes sanitarios y de la pastoral sanitaria, a los profesionales y voluntarios, que viven continuamente al lado de las necesidades de los enfermos. Deseo animaros para que mantengáis siempre un elevado concepto de la tarea que os ha sido confiada y nunca os dejéis abrumar por las dificultades y las incomprensiones. Estar comprometidos en el mundo sanitario no sólo quiere decir combatir el mal, sino sobre todo promover la calidad de la vida humana. Asimismo, el cristiano, consciente de que la «gloria de Dios es el hombre viviente», honra a Dios en el cuerpo humano tanto en sus aspectos exaltantes de fuerza, de vitalidad y belleza como en aquéllos de fragilidad y de desmoronamiento. Proclama siempre el valor trascendente de la persona humana, cuya dignidad permanece intacta no obstante la experiencia del dolor, de la enfermedad y del avanzar de los años. Gracias a la fe en la victoria de Cristo sobre la muerte, espera con confianza en el momento en el que el Señor «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas» (Flp 3, 21).
Contrariamente a los que «no tienen esperanza» (cfr. 1Ts 4, 13), el creyente sabe que la estación del sufrir representa una ocasión de vida nueva, de gracia y de resurrección. Expresa esta certeza por medio del compromiso terapéutico, la capacidad de acogida y de seguimiento, la participación a la vida de Cristo comunicada en la oración y en los sacramentos. Ocuparse del enfermo y del moribundo, ayudar al hombre exterior que se va desmoronando, para que el hombre interior se renueve cada día (cfr. 2 Co 4, 16), ¿no es quizás cooperar en el proceso de resurrección que el Señor ha puesto en la historia de los hombres con el misterio pascual y que encontrará su plena realización al final de los tiempos? ¿No es dar razón de la esperanza (cfr. 1P 3, 15) que nos ha sido dada? En cada lágrima enjugada está presente el anuncio de los tiempos últimos, una anticipo de la plenitud final (cfr. Ap 21, 4 e Is 25, 8).
Consciente de esto, la Comunidad cristiana hace todo lo que está a su alcance para asistir a los enfermos y promover la calidad de vida, colaborando con todos los hombres de buena voluntad. Ella realiza su delicada misión al servicio del hombre tanto en la confrontación respetuosa y firme con las fuerzas que expresan diferentes visiones morales, como en su contribución laboriosa a la legislación sobre el ambiente, en el apoyo a una distribución equitativa de los recursos sanitarios y en la promoción de una mayor solidaridad entre pueblos ricos y pobres (cfr. Tertio millennio adveniente, 46).
10. Confío a María, Consoladora de los afligidos, aquéllos que sufren en el cuerpo y en el espíritu, al igual que los agentes sanitarios y todos cuantos generosamente se dedican a la asistencia de los enfermos.
A Tí, Virgen lauretana, confiados, dirigimos nuestra mirada.
A Tí, «vida, dulzura, esperanza nuestra«, pedimos la gracia de saber esperar el alba del tercer milenio con los mismos sentimientos que vibraban en tu corazón, mientras esperabas el nacimiento de tu Hijo Jesús.
Que tu protección nos libere del pesimismo, haciéndonos entrever en medio de las sombras de nuestro tiempo las huellas luminosas de la presencia del Señor.
A tu ternura de madre confiamos las lágrimas, los suspiros y las esperanzas de los enfermos. Te pedimos que descienda, sobre sus heridas, benéfico, el bálsamo de la consolación y de la esperanza y que, unido al de Jesús, su dolor se transforme en instrumento de redención.
Que tu ejemplo nos guíe para que nuestra existencia sea una contínua alabanza al amor de Dios. Haz que seamos atentos a las necesidades de los demás, solícitos para ayudar a los que sufren, capaces de acompañar al que está solo, constructores de esperanza allí donde se consuman los dramas del hombre.
En cada etapa, alegre o triste, de nuestro camino, con amor de madre, muéstranos a «tu Hijo Jesús, ¡oh clemente, oh pía, oh dulce Virgen María!». Amén.
En Vaticano, 29 de junio de 1997, Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.