MENSAJE JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO 1999

MENSAJE
DEL SANTO PADRE
CON MOTIVO DE LA VII JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO (1999)
 

Amadísimos hermanos y hermanas:

 

1. La próxima Jornada mundial del enfermo, el 11 de febrero de 1999, según una tradición que ya se va consolidando, tendrá su momento celebrativo más solemne en un importante santuario mariano.

 

La elección del santuario de Nuestra Señora de Harisa, en la colina desde la que se domina Beirut, asume, por las circunstancias de tiempo y lugar, múltiples y profundos significados. La tierra en la que se halla este santuario es el Líbano que, como destaqué en otra ocasión, «es algo más que un país; es un mensaje (…) y un ejemplo (…) tanto para Oriente como para Occidente» (carta apostólica sobre la situación en el Líbano, 7 de septiembre de 1989, n. 6: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de octubre de 1989, p. 2).

 

Desde el santuario de Harisa la vigilante estatua de la santísima Virgen María contempla la costa mediterránea, tan cercana a la tierra en la que Jesús pasó «proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4, 23). No muy lejos se halla la región donde se conservan los cuerpos de los mártires Cosme y Damián, que, acogiendo el mandato de Cristo de «proclamar el reino de Dios y curar a los enfermos» (Lc 9, 2), lo cumplieron con tanta generosidad que merecieron el título de santos médicos «anargiros», pues ejercían la medicina sin cobrar.

 

La Iglesia universal, en el ámbito de la preparación al gran jubileo del año 2000, dedicará el año 1999 a una reflexión más atenta sobre Dios Padre. En su primera carta, el apóstol san Juan nos recuerda que «Dios es Amor» (1 Jn 4, 8.16). La reflexión sobre ese misterio no puede menos de reavivar la virtud teologal de la caridad, en su doble dimensión de amor a Dios y a los hermanos.

 

2. Desde esta perspectiva, la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los que sufren en el cuerpo y en el espíritu asumirá, durante este último tramo del segundo milenio de la era cristiana, el carácter de un «camino de auténtica conversión al Evangelio». Eso suscitará, sin duda, una creciente búsqueda de la unidad entre todos los hombres con vistas a la construcción de la civilización del amor (cf. carta apostólica Tertio millennio adveniente, 50-52), con el signo de la Madre de Jesús, «ejemplo perfecto de amor tanto a Dios como al prójimo» (ib., 54).

 

¿Qué lugar de la tierra, mejor que el Líbano, podría ser hoy símbolo de unidad entre los cristianos y de encuentro de todos los hombres en la comunión del amor? En efecto, la tierra libanesa, además de ser lugar de convivencia entre comunidades católicas de diversas tradiciones y entre varias comunidades cristianas, es una encrucijada de múltiples religiones. Como tal, puede servir muy bien de laboratorio para «construir juntos un futuro de convivencia y colaboración, con vistas al desarrollo humano y moral» de los pueblos (exhortación apostólica postsinodal Una esperanza nueva para el Líbano, 93).

 

La Jornada mundial del enfermo, que tendrá su punto de convergencia precisamente en el Líbano, invita a la Iglesia universal a preguntarse sobre su servicio con respecto a aquella condición que, poniendo de manifiesto más que cualquier otra los límites y la fragilidad de las criaturas humanas, suscita también su recíproca solidaridad. Así, la Jornada se convierte en un momento privilegiado de referencia al Padre y de exhortación a vivir el mandamiento principal del amor, de cuyo cumplimiento todos seremos llamados a rendir cuentas (cf. Mt 25, 31-46). El modelo en que hemos de inspirarnos nos lo muestra Jesús mismo con la figura del buen Samaritano, parábola fundamental para comprender plenamente el mandamiento del amor al prójimo (cf. Lc 10, 25-37).

 

3. La próxima Jornada mundial del enfermo debe situarse, por tanto, en el marco de una sensibilidad particular con respecto al deber de la caridad, que el encuentro de reflexión, estudio y oración en el santuario de Nuestra Señora de Harisa —meta de peregrinaciones de todas las comunidades libanesas cristianas de las diversas Iglesias e incluso de devotos musulmanes— subrayará sin lugar a dudas. Como consecuencia, se sentirá más vivamente la necesidad de unidad a través del «ecumenismo de las obras» que, en la atención a los enfermos, a los que sufren, a los marginados, a los pobres y a los que carecen de todo, es el más urgente, y al mismo tiempo el menos arduo, de los caminos ecuménicos, como lo demuestra la experiencia. Por este camino no sólo será posible buscar la «unidad plena» entre cuantos profesan el nombre cristiano, sino también abrirse al diálogo interreligioso en un lugar como el Líbano, donde creencias religiosas diversas «tienen en común cierto número de valores humanos y espirituales indiscutibles», que pueden impulsar, también «más allá de las divergencias importantes entre las religiones», a fijarse ante todo en lo que une (exhortación apostólica postsinodal Una esperanza nueva para el Líbano, 13-14).

 

4. Ninguna pregunta se eleva con mayor intensidad desde los corazones humanos como la de la sanidad y de la salud. Así pues, no ha de sorprendernos que la solidaridad humana, en todos los niveles, pueda y deba desarrollarse con urgencia prioritaria en el ámbito de la sanidad. Por consiguiente, es urgente «realizar un estudio serio y profundo sobre la organización de los servicios de asistencia sanitaria en las instituciones, con la preocupación de hacer que se transformen en lugares de un testimonio cada vez mayor del amor a los hombres» (ib., 102).

 

A su vez, la respuesta que esperan los que sufren debe variar según las condiciones del destinatario, el cual, sobre todas las cosas, desea el don de una participación sincera en su dolor, de un amor solidario y de una entrega generosa hasta el heroísmo.

 

La contemplación del misterio de la paternidad de Dios se ha de transformar en razón de esperanza para los enfermos y en escuela de esmerada solicitud para los que se dedican a su asistencia.

 

5. A los enfermos, de cualquier edad y condición; a las víctimas de enfermedades de todo tipo, así como de calamidades y tragedias, dirijo mi invitación a abandonarse en los brazos paternos de Dios. Sabemos que el Padre nos ha dado la vida como un don, expresión altísima de su amor, y que sigue siendo don suyo en cualquier circunstancia. Todas nuestras opciones más responsables, cuya meta, a causa de nuestros límites, puede parecernos a veces oscura e incierta, deben ser dirigidas por esta convicción. Sobre ella se basa la invitación del Salmista: «Encomienda a Dios tus afanes, pues él te sustentará; no permitirá jamás que el justo caiga» (Sal 54, 23).

 

Comentando estas palabras, san Agustín escribió: «¿Por qué te has de preocupar? ¿De qué te has de precaver? Quien te hizo cuida de ti. Quien cuidó de ti antes de que existieras, ¿cómo no te ha de cuidar siendo ya lo que quiso que fueras? Ya eres fiel; ya caminas por la senda de la justicia. ¿No cuidará de ti Aquel que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llover sobre los justos y los injustos? ¿A ti, que, ya justo, vives de la fe, te desdeñará, te abandonará, te despreciará? Por el contrario, te ampara, te proporciona lo necesario, te extirpa lo malo. Dando, te alienta para que permanezcas; quitando, te corrige para que no perezcas. El Señor cuida de ti, puedes estar seguro. El que te hizo, te sostiene; no caigas de las manos de tu Creador; si caes de sus manos, te quebrarás. El querer hace que permanezcas en sus manos. (…) Abandónate a él. No pienses que caerás en el vacío, como si te arrojaras al precipicio; no te parezca tal cosa. Él dijo: “Yo lleno el cielo y la tierra”. Jamás te faltará. Tú no le faltes a él; tú no te faltes a ti mismo» Enarraciones sobre los Salmos, 39, 26-27: CCL 38, 445. Cf. Obras completas de san Agustín, BAC, vol. XIX, Madrid 1964, pp. 755-756).

 

6. A los agentes sanitarios —médicos, farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos y religiosas, administradores y voluntarios—, llamados por vocación y profesión a ser custodios y servidores de la vida humana, les señalo una vez más el ejemplo de Cristo: enviado por el Padre como prueba suprema de su infinito amor (cf. Jn 3, 16), enseñó al hombre «a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre», desvelando, hasta el fondo, «bajo este doble aspecto, el sentido del sufrimiento» (carta apostólica Salvifici doloris, 30).

 

En la escuela de los que sufren, sabed captar a través de la condescendencia amorosa la razones profundas del misterio del sufrimiento. El dolor del que sois testigos ha de ser la medida de la respuesta de entrega que se espera de vosotros. Y, al prestar este servicio a la vida, estad abiertos a la colaboración de todos, ya que «el tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos. (…) En la vida hay seguramente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los cristianos» (carta encíclica Evangelium vitae, 101). Y de la misma forma que los que sufren sólo piden ayuda, así aceptad la ayuda de todos cuando quiere traducirse en respuesta de amor.

 

7. Hago un apremiante llamamiento a la comunidad eclesial a hacer que el año del Padre sea el año de la caridad efectiva, de la caridad de las obras, a través de la plena participación de todas las instituciones eclesiales. San Ignacio de Antioquía escribió a los Efesios que la caridad es el camino que lleva a Dios. La fe y la caridad son el principio y la meta de la vida; la fe es el principio, la caridad es el fin (cf. PG V, 651). Todas las virtudes forman el cortejo de esas dos para llevar al hombre a la perfección. San Agustín, por su parte, enseña: «Así pues, si no dispones de tiempo para escudriñar todas las páginas santas, para quitar todos los velos a sus palabras y penetrar en todos los secretos de las Escrituras, mantente en el amor, del que pende todo; así tendrás lo que allí aprendiste e incluso lo que aún no has aprendido» (Sermón 350, 2-3: PL 39, 1534. Cf. Obras completas de san Agustín, BAC, vol. XXVI, Madrid 1985, p. 162).

 

8. La Virgen María, Nuestra Señora de Harisa, con su ejemplo sublime, acompañe en esta Jornada mundial del enfermo a todos los que sufren; inspire a cuantos dan testimonio de la fe cristiana mediante el servicio a los enfermos; y guíe a todos con mano materna a la casa del Padre de toda misericordia. Ella, que veló por los grandísimos dolores del pueblo libanés, suscite en el mundo, a través de la esperanza que ha vuelto a florecer en esa tierra, una renovada confianza en la fuerza curativa de la caridad y, como hijos extraviados, nos recoja a todos bajo su manto. Que el nuevo milenio, ya a punto de comenzar, inaugure una era de renovada confianza en el hombre, criatura altísima del amor de Dios, que sólo en el amor podrá volver a encontrar el sentido de su vida y de su destino.

 

Vaticano, 8 de diciembre de 1998