MENSAJE DEL SANTO PADRE
PARA LA
VIII JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
EL JUBILEO NOS INVITA A CONTEMPLAR
EL ROSTRO DE JESÚS DIVINO SAMARITANO
DE LAS ALMAS Y DE LOS CUERPOS
1. En la VIII Jornada mundial del enfermo, que tendrá lugar en Roma el 11 de febrero del 2000, año del gran jubileo, la comunidad cristiana analizará la realidad de la enfermedad y del sufrimiento desde la perspectiva del misterio de la encarnación del Hijo de Dios, para que este acontecimiento extraordinario ilumine con nueva luz esas experiencias humanas fundamentales.
En el ocaso del segundo milenio de la era cristiana, la Iglesia, mientras mira con admiración el camino realizado por la humanidad para aliviar el sufrimiento y promover la salud, se pone a la escucha de los interrogantes que surgen en el mundo de la sanidad, para definir mejor su presencia en ese ámbito y responder de modo adecuado a los urgentes desafíos del momento actual.
A lo largo de la historia, el hombre ha aprovechado los recursos de su inteligencia y de su corazón para superar los límites inherentes a su propia condición, y ha logrado grandes conquistas en la tutela de la salud. Basta pensar en la posibilidad de prolongar la vida y mejorar su calidad, aliviar los sufrimientos y valorar las potencialidades de la persona mediante el uso de medicamentos de eficacia segura y de tecnologías cada vez más avanzadas. A esas conquistas se añaden las de carácter social, como la conciencia generalizada del derecho a la asistencia sanitaria y su codificación en las diversas “Cartas de los derechos del enfermo”. Además, no hay que olvidar la significativa evolución que se ha realizado en el sector de la asistencia gracias a la aparición de nuevas aplicaciones sanitarias, de un servicio de enfermería cada vez más cualificado y del fenómeno del voluntariado, que en tiempos recientes ha alcanzado niveles significativos de competencia.
2. Sin embargo, en el ocaso del segundo milenio, no se puede decir que la humanidad ha hecho todo lo posible para aliviar el peso inmenso del sufrimiento que grava sobre las personas, sobre las familias y sobre toda la sociedad.
Al contrario, parece que, especialmente durante este último siglo, se ha ensanchado el río del dolor humano, ya grande por la fragilidad de la naturaleza humana y la herida del pecado original, con el suplemento de sufrimientos infligidos por las opciones malas de las personas y de los Estados: pienso en las guerras que han ensangrentado este siglo, quizá más que cualquier otro de la siempre atormentada historia de la humanidad; pienso en las formas de enfermedad difundidas ampliamente en la sociedad, como la drogadicción, el sida, las enfermedades debidas a la degradación de las grandes ciudades y del ambiente; pienso en el recrudecimiento de la micro y la macrocriminalidad y en las propuestas de eutanasia.
Tengo presentes no sólo las camas de los hospitales, donde yacen tantos enfermos, sino también los sufrimientos de los prófugos, de los niños huérfanos y de las numerosas víctimas de los males sociales y de la pobreza.
Al mismo tiempo, con el eclipse de la fe, especialmente en el mundo secularizado, se añade una ulterior y grave causa de sufrimiento: ya no se capta el sentido salvífico del dolor y el consuelo de la esperanza escatológica.
3. La Iglesia, partícipe de las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de todos los tiempos, ha acompañado y sostenido constantemente a la humanidad en su lucha contra el dolor y en su esfuerzo de promoción de la salud. Al mismo tiempo, se ha comprometido a revelar a los hombres el sentido del sufrimiento y las riquezas de la redención realizada por Cristo Salvador. En la historia ha habido grandes figuras de hombres y mujeres que, guiados por el deseo de imitar a Cristo mediante un profundo amor a sus hermanos pobres y enfermos, han puesto en marcha innumerables iniciativas de asistencia, realizando obras de bien a lo largo de los últimos dos milenios.
Además de los Padres de la Iglesia y de los fundadores y fundadoras de institutos religiosos, ¡cómo no pensar con admiración en la multitud de personas que, en el silencio y en la humildad, han consagrado su vida al prójimo enfermo, alcanzando en muchos casos las cimas del heroísmo! (cf. Vita consecrata, 83). La experiencia diaria muestra cómo la Iglesia, inspirada en el evangelio de la caridad, sigue contribuyendo con un sinfín de obras, hospitales, estructuras sanitarias y organizaciones de voluntarios, al cuidado de la salud y de los enfermos, con particular atención a los más necesitados, en todas partes del mundo, cualquiera que sea o haya sido la causa, voluntaria o involuntaria, de su sufrimiento.
Se trata de una presencia que hay que sostener y promover por el bien precioso de la salud humana, y con la mirada atenta a todas las desigualdades y contradicciones que perduran en el mundo de la sanidad.
4. En efecto, en el decurso de los siglos, además de las luces, ha habido sombras, que han oscurecido y oscurecen aún hoy el cuadro, por muchos aspectos espléndidos, de la promoción de la salud. Pienso, en particular, en las graves desigualdades sociales para acceder a los recursos sanitarios, que existen todavía hoy en vastas áreas del planeta, sobre todo en los países del sur del mundo.
Esta injusta desigualdad afecta, con creciente dramatismo, al sector de los derechos fundamentales de la persona: poblaciones enteras no pueden recibir ni siquiera los medicamentos de primera y urgente necesidad, mientras que en otros lugares existe un abuso y un despilfarro de fármacos incluso costosos. ¿Y qué decir del gran número de hermanos y hermanas que, privados del alimento necesario, son víctimas de todo tipo de enfermedades? Por no hablar de las numerosas guerras que ensangrientan a la humanidad, sembrando muertes, así como múltiples traumas físicos y psicológicos de todo tipo.
5. Frente a estas realidades, es preciso reconocer que, por desgracia, en muchos casos el progreso económico, científico y técnico no ha ido acompañado por un auténtico progreso, centrado en la persona y en la dignidad inviolable de todo ser humano. Incluso las conquistas en el campo de la genética, fundamentales para el cuidado de la salud y, sobre todo, para la tutela de la vida naciente, se convierten en ocasión de opciones inadmisibles, de insensatas manipulaciones y de intereses opuestos al auténtico desarrollo, con resultados a menudo sobrecogedores.
Por una parte, se realizan grandes esfuerzos por prolongar la vida y también por procrearla de modo artificial; pero, por otra, no se permite que nazca quien ya está concebido, y se acelera la muerte de quien ya no es considerado útil. Más aún, mientras con razón se valora la salud, multiplicando las iniciativas para promoverla y llegando a veces a una especie de culto del cuerpo y a la búsqueda hedonista de la eficiencia física, al mismo tiempo se limita a considerar la vida una simple mercancía de consumo, determinando nuevas marginaciones para los minusválidos, los ancianos y los enfermos terminales.
Todas estas contradicciones y situaciones paradójicas son síntomas de falta de armonía entre la lógica del bienestar y la búsqueda del progreso tecnológico, por una parte, y la lógica de los valores éticos fundados en la dignidad de todo ser humano, por otra.
6. En vísperas del nuevo milenio, es de desear que también en el mundo del sufrimiento y de la salud se promueva “una purificación de la memoria”, que lleve a “reconocer las faltas cometidas por quienes han llevado y llevan el nombre de cristianos” (Incarnationis mysterium, 11; cf. también Tertio millennio adveniente, 33, 37 y 51). La comunidad eclesial está llamada a aceptar, también en este campo, la invitación a la conversión vinculada a la celebración del Año santo.
El proceso de conversión y renovación se facilitará dirigiendo continuamente la mirada a aquel que, “encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad en el sacramento de la Eucaristía como fuente de vida divina” (Tertio millennio adveniente, 55).
El misterio de la Encarnación implica que la vida se entienda como don de Dios que hay que conservar con responsabilidad y gastar haciendo el bien; por consiguiente, la salud es un atributo positivo de la vida, que debe buscarse por el bien de la persona y del prójimo. La salud, sin embargo, es un bien “penúltimo” en la jerarquía de los valores, que es preciso cultivar y considerar desde la perspectiva del bien total, y por tanto también espiritual, de la persona.
7. En esta circunstancia, nuestra mirada se dirige en particular a Cristo sufriente y resucitado. Al asumir la condición humana, el Hijo de Dios aceptó vivirla en todos sus aspectos, incluidos el dolor y la muerte, cumpliendo en su persona las palabras pronunciadas durante la última Cena: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Los cristianos, al celebrar la Eucaristía, anuncian y actualizan el sacrificio de Cristo, por “cuyas heridas hemos sido curados” (cf. 1 P 2, 25), y, uniéndose a él, “conservan en sus sufrimientos una especialísima partícula del tesoro infinito de la redención del mundo, y pueden compartir este tesoro con los demás” (Salvifici doloris, 27).
La imitación de Jesús, Siervo sufriente, ha llevado a grandes santos y a creyentes sencillos a convertir la enfermedad y el dolor en fuente de purificación y salvación para sí y para los demás. ¡Qué grandes perspectivas de santificación personal y de cooperación en la salvación del mundo abre a los hermanos y hermanas enfermos el camino trazado por Cristo y por muchos de sus discípulos! Se trata de un itinerario difícil, porque el hombre no encuentra en sí el sentido del sufrimiento y de la muerte, pero es un itinerario que siempre se puede recorrer con la ayuda de Jesús, maestro y guía interior (cf. Salvifici doloris, 26-27).
De la misma forma que la resurrección ha transformado las llagas de Cristo en manantial de curación y salvación, así también para todo enfermo la luz de Cristo resucitado confirma que el camino de la fidelidad a Dios en la entrega total de sí hasta la cruz lleva a la victoria y es capaz de transformar incluso la enfermedad en fuente de alegría y resurrección. ¿No es éste el anuncio que resuena en el corazón de toda celebración eucarística, cuando la asamblea proclama: “Anunciamos tu muerte; proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”? Los enfermos, enviados también como obreros a la viña del Señor (cf. Christifideles laici, 53), con su ejemplo pueden dar una valiosa contribución a la evangelización de una cultura que tiende a suprimir la experiencia del sufrimiento, incapacitándose para captar su sentido profundo con los estímulos intrínsecos para un crecimiento humano y cristiano.
8. El jubileo nos invita, asimismo, a contemplar el rostro de Jesús, divino Samaritano de las almas y de los cuerpos. La Iglesia, siguiendo el ejemplo de su divino Fundador, “a lo largo de los siglos (…) ha vuelto a copiar la parábola evangélica del buen samaritano en la inmensa multitud de personas enfermas y que sufren, revelando y comunicando el amor de curación y consolación de Jesucristo. Esto ha tenido lugar mediante el testimonio de la vida religiosa consagrada al servicio de los enfermos y mediante el infatigable esfuerzo de todo el personal sanitario” (Christifideles laici, 53). Este compromiso no surge de particulares coyunturas sociales, ni hay que entenderlo como un acto facultativo u ocasional; por el contrario, constituye una respuesta insoslayable al mandato de Cristo: “Llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia” (Mt 10, 1).
La Eucaristía da sentido al servicio prestado al hombre que sufre en el alma y el cuerpo, pues en ella está no sólo su fuente, sino también su norma. No por casualidad Jesús unió estrechamente la Eucaristía al servicio (cf. Jn 13, 2-16), pidiendo a sus discípulos que perpetuaran en memoria de él no sólo la “fractio panis”, sino también el servicio del lavatorio de los pies.
9. El ejemplo de Cristo, buen Samaritano, debe inspirar la actitud del creyente, induciéndolo a hacerse “prójimo” de sus hermanos y hermanas que sufren, mediante el respeto, la comprensión, la aceptación, la ternura, la compasión y la gratuidad. Se trata de luchar contra la indiferencia que lleva a las personas y los grupos a aislarse de forma egoísta en sí mismos. Con este fin, “la familia, la escuela, las demás instituciones educativas, aunque sólo sea por motivos humanitarios, deben trabajar con perseverancia para despertar y afinar esa sensibilidad hacia el prójimo y su sufrimiento” (Salvifici doloris, 29). En quien cree, esta sensibilidad humana se asume en el ágape, es decir, en el amor sobrenatural, que lleva a amar al prójimo por amor a Dios. En efecto, la Iglesia, guiada por la fe, al dispensar afectuosa atención a cuantos están afligidos por el sufrimiento humano, reconoce en ellos la imagen de su Fundador pobre y sufriente, y se apresura a aliviar su indigencia, recordando sus palabras: “Estaba enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 36).
El ejemplo de Jesús, buen Samaritano, no sólo impulsa a asistir al enfermo, sino también a hacer lo posible por reinsertarlo en la sociedad. En efecto, para Cristo curar es, a la vez, reintegrar: de la misma forma que la enfermedad excluye de la comunidad, así también la curación debe llevar al hombre a reencontrar su lugar en la familia, en la Iglesia y en la sociedad.
A cuantos están comprometidos, profesionalmente o por elección voluntaria, en el mundo de la salud, les dirijo una cordial invitación a fijar su mirada en el divino Samaritano, para que su servicio se convierta en prefiguración de la salvación definitiva y en anuncio de los nuevos cielos y de la nueva tierra, “en los que habitará la justicia” (1 P 3, 13).
10. Jesús no sólo curó a los enfermos, sino que también fue un incansable promotor de la salud a través de su presencia salvífica, su enseñanza y su acción. Su amor al hombre se manifestaba en relaciones llenas de humanidad, que lo impulsaban a comprender, mostrar compasión y llevar consuelo, uniendo armoniosamente ternura y fuerza. Se conmovía ante la belleza de la naturaleza, era sensible al sufrimiento de los hombres, y combatía el mal y la injusticia. Afrontaba los aspectos negativos de la experiencia con valentía y sin ignorar su peso, y comunicaba la certeza de un mundo nuevo. En él la condición humana mostraba el rostro redimido, y las aspiraciones humanas más profundas encontraban su realización.
Quiere comunicar esta plenitud armoniosa de vida a los hombres de hoy. Su acción salvífica no sólo está ordenada a colmar la indigencia del hombre, víctimas de sus propios límites y errores, sino también a sostener la aspiración a la completa realización de sí. Él abre ante el hombre también la perspectiva de la vida divina: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).
La Iglesia, llamada a continuar la misión de Jesús, debe hacerse promotora de vida ordenada y plena para todos.
11. En el ámbito de la promoción de la salud y de una calidad de vida entendida rectamente, dos deberes merecen una atención particular por parte del cristiano.
Ante todo, la defensa de la vida. En el mundo contemporáneo muchos hombres y mujeres luchan por una mejor calidad de vida, en el respeto a la vida misma, y reflexionan en la ética de la vida para disipar la confusión de los valores, presente a veces en la cultura actual.
Como recordaba en el encíclica Evangelium vitae, “es significativo el despertar de una reflexión ética sobre la vida. Con el nacimiento y desarrollo cada vez más extendido de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo -entre creyentes y no creyentes, así como entre creyentes de diversas religiones-sobre problemas éticos, incluso fundamentales, que afectan a la vida del hombre” (n. 27). Sin embargo, hay también personas que, por desgracia, cooperan en la formación de una preocupante cultura de la muerte con la difusión de una mentalidad imbuida de egoísmo y materialismo hedonista, y con el apoyo social y legal a la supresión de la vida.
En el origen de esta cultura hay con frecuencia una actitud prometeica del hombre, que se engaña creyéndose “señor de la vida y de la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda perspectiva de sentido y esperanza” (Evangelium vitae, 15). Cuando la ciencia y el arte médico corren el riesgo de perder su dimensión ética original, incluso los profesionales del mundo de la salud “pueden estar a veces fuertemente tentados de convertirse en manipuladores de la vida o incluso en agentes de muerte” (ib., 89).
12. En este marco, los creyentes están llamados a desarrollar una mirada de fe sobre el valor sublime y misterioso de la vida, incluso cuando se presenta frágil y vulnerable. “Esta mirada no se rinde desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad” (ib., 83).
Esta tarea incumbe particularmente a los profesionales de la salud: médicos, farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos y religiosas, administradores y voluntarios que, en virtud de su profesión, están llamados de modo especial a ser custodios de la vida humana. Pero esa tarea interpela también a todos los demás seres humanos, comenzando por los familiares de la persona enferma. Saben que “el deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen” (ib., 67).
13. El segundo deber, al que los cristianos no pueden sustraerse, concierne a la promoción de una salud digna del hombre. En nuestra sociedad existe el peligro de hacer de la salud un ídolo al que se subordina cualquier otro valor. La visión cristiana del hombre contrasta con una noción de salud reducida a pura vitalidad exuberante, satisfecha de la propia eficiencia física y absolutamente cerrada a toda consideración positiva del sufrimiento. Dicha visión, descuidando las dimensiones espirituales y sociales de la persona, termina por perjudicar su verdadero bien. Precisamente porque la salud no se limita a la perfección biológica, también la vida vivida en el sufrimiento ofrece espacios de crecimiento y autorrealización, y abre el camino al descubrimiento de nuevos valores.
Esta visión de la salud, fundada en una antropología respetuosa de la persona en su integridad, lejos de identificarse con la simple ausencia de enfermedades, se presenta como aspiración a una armonía más plena y a un sano equilibrio físico, psíquico, espiritual y social. Desde esta perspectiva, la persona misma está llamada a movilizar todas las energías disponibles para realizar su propia vocación y el bien de los demás.
14. Este modelo de salud compromete a la Iglesia y a la sociedad a crear una ecología digna del hombre. En efecto, el ambiente tiene una relación con la salud del hombre y de las poblaciones: constituye “la casa” del ser humano y el conjunto de los recursos confiados a su custodia y a su gobierno, “el jardín que debe conservar y el campo que debe cultivar”. Sin embargo, la ecología externa a la persona ha de ir acompañada de una ecología interior y moral, la única que responde a una recta concepción de la salud.
Así, la salud del hombre, considerada en su integridad, se convierte en atributo de la vida, recurso para el servicio al prójimo y apertura a la acogida de la salvación.
15. En el año de gracia del jubileo, “año de perdón de los pecados y de las penas por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental” (Tertio millennio adveniente, 14), invito a los pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a los fieles y a los hombres de buena voluntad, a afrontar con valentía los desafíos que se presentan en el mundo del sufrimiento y de la salud.
Quiera Dios que el Congreso eucarístico internacional, que se celebrará en Roma en el año 2000, sea el centro ideal desde el cual se irradien oraciones e iniciativas destinadas a hacer viva y operante la presencia del divino Samaritano en el mundo de la salud.
Deseo de corazón que, gracias a la contribución de los hermanos y hermanas de todas las Iglesias cristianas, la celebración del jubileo del año 2000 marque el desarrollo de una colaboración ecuménica en el servicio amoroso a los enfermos, para testimoniar de modo comprensible a todos la búsqueda de la unidad por los caminos concretos de la caridad.
Dirijo un llamamiento específico a los organismos internacionales políticos, sociales y sanitarios, para que en todas partes del mundo se conviertan en promotores convencidos de proyectos concretos para la lucha contra todo lo que atenta contra la dignidad y la salud de la persona.
Que en el camino de participación activa en las experiencias de los hermanos y hermanas enfermos, nos acompañe la Virgen Madre, la cual, al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25), compartió los sufrimientos de su Hijo, y habiéndose convertido en experta en el sufrimiento, ejerce su constante y amorosa protección en favor de cuantos viven en el cuerpo y en el espíritu los límites y las heridas de la condición humana.
A ella, Salud de los enfermos y Reina de la paz, le encomiendo a los enfermos y a cuantos están cerca de ellos, para que con su intercesión materna les ayude a ser propagadores de la civilización del amor.
Con estos deseos, imparto a todos una especial bendición apostólica.
Castelgandolfo, 6 de agosto de 1999, fiesta de la Transfiguración del Señor.