MENSAJE DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO DEL AÑO 2005
Cristo, esperanza de África
1. En 2005, a diez años de distancia, África acogerá nuevamente las celebraciones principales de la Jornada mundial del enfermo, que tendrán lugar en el santuario de María Reina de los Apóstoles, en Yaundé, Camerún. Esta elección ofrecerá la oportunidad de manifestar una solidaridad concreta a las poblaciones de ese continente, probadas por graves carencias sanitarias. Así, se dará un paso más en la actuación del compromiso que, hace diez años, los cristianos de África asumieron durante la tercera Jornada mundial del enfermo, es decir, el de ser «buenos samaritanos» de los hermanos y las hermanas en dificultad.
En efecto, en la exhortación postsinodal Ecclesia in Africa, recogiendo las observaciones de muchos padres sinodales, escribí que «el África de hoy se puede comparar con aquel hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó; cayó en manos de salteadores que lo despojaron, lo golpearon y se marcharon dejándolo medio muerto (cf. Lc 10, 30-37)». Y añadí que «África es un continente en el que innumerables seres humanos, hombres y mujeres, niños y jóvenes, están tendidos, de algún modo, al borde del camino, enfermos, heridos, indefensos, marginados y abandonados. Tienen necesidad imperiosa de buenos samaritanos que vengan en su ayuda» (n. 41: AAS 88 [1996] 27).
2. La Jornada mundial del enfermo tiene, asimismo, como objetivo promover la reflexión sobre la noción de salud, que en su acepción más completa alude también a una situación de armonía del ser humano consigo mismo y con el mundo que lo rodea. Ahora bien, África expresa precisamente esta visión de modo muy rico en su tradición cultural, como lo testimonian las numerosas manifestaciones artísticas, tanto civiles como religiosas, llenas de alegría, de ritmo y de musicalidad.
Pero, por desgracia, esta armonía se ve hoy fuertemente turbada. Muchas enfermedades devastan el continente y, entre todas, en particular el azote del sida, «que siembra dolor y muerte en numerosas zonas de África» (ib., 116). Los conflictos y las guerras, que afectan a no pocas regiones africanas, hacen más difíciles las intervenciones encaminadas a prevenir y curar esas enfermedades. En los campos de prófugos y refugiados se encuentran a menudo personas privadas incluso de los víveres indispensables para la supervivencia.
Exhorto, a los que tienen la posibilidad, a comprometerse a fondo, sin cesar, para poner fin a semejantes tragedias (cf. ib., 117). Asimismo, recuerdo a los responsables del comercio de armas lo que escribí en aquel documento: «Los que alimentan las guerras en África mediante el tráfico de armas son cómplices de odiosos crímenes contra la humanidad» (ib., 118).
3. Por lo que respecta al drama del sida, ya he subrayado en otras circunstancias que se presenta también como una «patología del espíritu». Para combatirla de modo responsable, es preciso aumentar su prevención mediante la educación en el respeto del valor sagrado de la vida y la formación en la práctica correcta de la sexualidad. En efecto, aunque son numerosas las infecciones que se transmiten por contagio a través de la sangre especialmente durante la gestación -infecciones que hay que combatir con todo empeño-, mucho más numerosas son las que se producen por vía sexual, y que pueden evitarse sobre todo con una conducta responsable y la observancia de la virtud de la castidad.
Los obispos que participaron en el mencionado Sínodo para África de 1994, refiriéndose al influjo que los comportamientos sexuales irresponsables tienen en la difusión de la enfermedad, formularon una recomendación que quisiera volver a proponer aquí: «El afecto, la alegría, la felicidad y la paz que proporcionan el matrimonio cristiano y la fidelidad, así como la seguridad que da la castidad, deben ser siempre presentados a los fieles, sobre todo a los jóvenes» (ib., 116).
4. En la lucha contra el sida todos deben sentirse implicados. Corresponde a los gobernantes y a las autoridades civiles proporcionar, sobre este tema, informaciones claras y correctas al servicio de los ciudadanos, así como dedicar recursos suficientes a la educación de los jóvenes y al cuidado de la salud. Aliento a los organismos internacionales a promover, en este campo, iniciativas inspiradas en la sabiduría y en la solidaridad, buscando siempre defender la dignidad humana y tutelar el derecho inviolable a la vida.
Merecen nuestra felicitación las industrias farmacéuticas que se comprometen a mantener bajos los precios de los medicamentos necesarios para la curación del sida. Ciertamente, hacen falta recursos económicos para la investigación científica en el campo sanitario, y también resultan necesarios otros recursos para comercializar los medicamentos descubiertos, pero ante emergencias como la del sida, la salvaguardia de la vida humana debe anteponerse a cualquier otra valoración.
A los agentes pastorales les pido que «ofrezcan a los hermanos y hermanas afectados por el sida todo el alivio posible, moral y espiritual. A los hombres de ciencia y a los responsables políticos de todo el mundo suplico con viva insistencia que, movidos por el amor y el respeto que se deben a toda persona humana, no escatimen medios capaces de poner fin a este azote» (ib.).
En particular, quisiera recordar aquí con admiración a los numerosos profesionales de la salud, a los asistentes religiosos y a los voluntarios que, como buenos samaritanos, gastan su vida junto a las víctimas del sida y cuidan de sus familiares. A este propósito, es valioso el servicio que prestan miles de instituciones sanitarias católicas socorriendo, a veces de modo heroico, a cuantos en África están afectados por todo tipo de enfermedades, especialmente el sida, la malaria y la tuberculosis.
Durante los últimos años he podido constatar que mis exhortaciones en favor de las víctimas del sida no han sido vanas. He comprobado con satisfacción que diversos países e instituciones han sostenido, coordinando los esfuerzos, campañas concretas de prevención y asistencia a los enfermos.
5. Me dirijo ahora, de manera especial, a vosotros, queridos hermanos obispos de las Conferencias episcopales de los demás continentes, para que os unáis generosamente a los pastores de África a fin de afrontar eficazmente esta y otras emergencias. El Consejo pontificio para la pastoral de la salud dará, como lo ha hecho en el pasado, su contribución para coordinar y promover esa cooperación, solicitando la aportación concreta de todas las Conferencias episcopales.
La atención de la Iglesia a los problemas de África no está motivada sólo por razones de compasión filantrópica hacia el hombre necesitado; está estimulada también por la adhesión a Cristo redentor, cuyo rostro reconoce en los rasgos de toda persona que sufre. Por tanto, es la fe lo que la impulsa a comprometerse a fondo en la curación de los enfermos, como lo ha hecho siempre a lo largo de la historia. Es la esperanza lo que la capacita para perseverar en esta misión, a pesar de los obstáculos de todo tipo que encuentra. Por último, es la caridad la que le sugiere el enfoque correcto de las diversas situaciones, permitiéndole percibir las peculiaridades de cada una y afrontarlas.
Con esta actitud de profunda comunión, la Iglesia sale al encuentro de los heridos de la vida, para ofrecerles el amor de Cristo mediante las numerosas formas de ayuda que la «creatividad de la caridad» (Novo millennio ineunte, 50) le sugiere para socorrerlos. A cada uno le repite: ¡Ánimo! Dios no te ha olvidado. Cristo sufre contigo. Y tú, ofreciendo tus sufrimientos, puedes colaborar con él en la redención del mundo.
6. La celebración anual de la Jornada mundial del enfermo brinda a todos la posibilidad de comprender mejor la importancia de la pastoral de la salud. En nuestra época, marcada por una cultura impregnada de secularismo, a veces se tiene la tentación de no valorar plenamente este ámbito pastoral. Se piensa que son otros los campos donde está en juego el destino del hombre. En cambio, precisamente en el momento de la enfermedad, se siente con más urgencia la necesidad de encontrar respuestas adecuadas a las cuestiones últimas relacionadas con la vida del hombre: las cuestiones sobre el sentido del dolor, del sufrimiento e incluso de la muerte, considerada no sólo como un enigma que es preciso afrontar penosamente, sino también como misterio en el que Cristo incorpora a sí nuestra existencia, abriéndola a un nuevo y definitivo nacimiento para la vida que ya nunca terminará.
En Cristo está la esperanza de la verdadera y plena salud; la salvación que él trae es la verdadera respuesta a los interrogantes últimos del hombre. No existe contradicción entre la salud terrena y la salud eterna, dado que el Señor murió por la salud integral del hombre y de todos los hombres (cf. 1 P 1, 2-5; liturgia del Viernes santo, Adoración de la cruz). La salvación constituye el contenido final de la nueva alianza.
Por tanto, en la próxima Jornada mundial del enfermo queremos proclamar la esperanza de la plena salud para África y para toda la humanidad, comprometiéndonos a trabajar con mayor determinación al servicio de esta gran causa.
7. En la página evangélica de las bienaventuranzas, el Señor proclama: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt 5, 5). La antinomia que parece existir entre el sufrimiento y la alegría se supera gracias a la acción consoladora del Espíritu Santo. Al configurarnos con el misterio de Cristo crucificado y resucitado, el Espíritu nos abre desde ahora a la alegría que llegará a su plenitud en el encuentro bienaventurado con el Redentor. En realidad, el ser humano no aspira a un bienestar sólo físico o espiritual, sino también a una «salud» que se exprese en una armonía total con Dios, consigo mismo y con la humanidad. A esta meta se llega sólo a través del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
María santísima nos ofrece una anticipación elocuente de esta realidad escatológica, especialmente a través de los misterios de su Inmaculada Concepción y de su Asunción al cielo. En ella, concebida sin ninguna sombra de pecado, es total la disponibilidad tanto a la voluntad divina como al servicio de los hombres, y, en consecuencia, es plena la armonía profunda de la que brota la alegría.
Por tanto, con razón nos dirigimos a ella invocándola como «Causa de nuestra alegría». La alegría que nos da la Virgen es una alegría que permanece incluso en medio de las pruebas. Sin embargo, pensando en el África dotada de inmensos recursos humanos, culturales y religiosos, pero afligida también por indecibles sufrimientos, aflora espontáneamente a los labios una ferviente oración:
María, Virgen Inmaculada,
Mujer del dolor y de la esperanza,
sé benigna con toda persona que sufre
y obtén a cada uno la plenitud de vida.
Dirige tu mirada materna
especialmente hacia los que en África
se encuentran más necesitados,
al estar afectados por el sida
o por alguna otra enfermedad mortal.
Mira a las madres que lloran por sus hijos;
mira a los abuelos que carecen
de suficientes recursos
para sostener a sus nietos
que han quedado huérfanos.
Abraza a todos con tu corazón de Madre.
Reina de África y del mundo entero,
Virgen santísima, ruega por nosotros.
Vaticano, 8 de septiembre de 2004