Benedicto XVI al Pontificio consejo de P. Salud

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LA VII ASAMBLEA  PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LA SALUD
Jueves 22 de marzo de 2007

Señor cardenal; venerados hermanos en el episcopado y en el  sacerdocio; queridos hermanos y hermanas: 

Me alegra acogeros con ocasión de la sesión plenaria del Consejo pontificio para  la pastoral de la salud. Dirijo mi cordial saludo a cada uno de vosotros, que  venís de diversas partes del mundo, como expresiones válidas del compromiso de  las Iglesias particulares, de los institutos de vida consagrada y de las  numerosas obras de la comunidad cristiana en el campo sanitario. Agradezco al  cardenal Javier Lozano Barragán, presidente del dicasterio, las amables palabras  con que se ha hecho intérprete de los sentimientos comunes, ilustrándome los  objetivos que son actualmente objeto de vuestro trabajo. Saludo y expreso mi  gratitud al secretario, al subsecretario, a los oficiales y a los consultores  presentes, así como a los demás colaboradores.

Vuestra reunión no se propone profundizar en un tema específico, sino evaluar el  estado de aplicación del programa que habéis establecido anteriormente y fijar  en consecuencia los objetivos futuros. Por eso, mi encuentro con vosotros en una  circunstancia como esta me brinda la alegría de hacer que cada uno de vosotros  sienta la cercanía concreta del Sucesor de Pedro y, a través de él, de todo el  Colegio episcopal en vuestro servicio eclesial.

En efecto, la pastoral de la salud es un ámbito plenamente evangélico, que  recuerda de modo inmediato la obra de Jesús, buen Samaritano de la humanidad.  Cuando pasaba por las aldeas de Palestina anunciando la buena nueva del reino de  Dios, siempre acompañaba su predicación con los signos que realizaba en favor de  los enfermos, curando a todos los que se hallaban prisioneros de diversas  enfermedades y dolencias.

La salud del hombre, de todo el hombre, fue el signo que Cristo escogió para  manifestar la cercanía de Dios, su amor misericordioso que cura el espíritu, el  alma y el cuerpo. Queridos amigos, el seguimiento de Cristo, al que los  Evangelios nos presentan como «Médico» divino, ha de ser siempre la referencia  fundamental de todas vuestras iniciativas.

Esta perspectiva bíblica da valor al principio ético natural del deber de curar  al enfermo, en virtud del cual hay que defender toda existencia humana según las  dificultades particulares en que se encuentra y según nuestras posibilidades  concretas de ayuda. Socorrer al ser humano es un deber, sea como respuesta a un  derecho fundamental de la persona, sea porque la curación de los individuos  redunda en beneficio de la colectividad. La ciencia médica progresa en la medida  en que acepta replantearse siempre tanto el diagnóstico como los métodos de  tratamiento, dando por supuesto que los anteriores datos adquiridos y los  presuntos límites pueden superarse.

Por lo demás, la estima y la confianza con respecto al personal sanitario son  proporcionados a la certeza de que esos defensores de la vida por profesión  jamás despreciarán una existencia humana, aunque sea discapacitada, e impulsarán  siempre intentos de curación. Por consiguiente, el esfuerzo por curar se ha de  extender a todo ser humano, con el fin de abarcar toda su existencia. En efecto,  el concepto moderno de atención sanitaria es la promoción humana:  va desde el  cuidado del enfermo hasta los tratamientos preventivos, buscando el mayor  desarrollo humano y favoreciendo un ambiente familiar y social adecuado.

Esta perspectiva ética, basada en la dignidad de la persona humana y en los  derechos y deberes fundamentales vinculados a ella, se confirma y se potencia  con el mandamiento del amor, centro del mensaje cristiano. Por tanto, los  agentes sanitarios cristianos saben bien que existe un vínculo muy estrecho e  indisoluble entre la calidad de su servicio profesional y la virtud de la  caridad a la que Cristo los llama:  precisamente realizando bien su trabajo  llevan a las personas el testimonio del amor de Dios.

La caridad como tarea de la Iglesia, sobre la que reflexioné en mi encíclica Deus caritas est, se aplica de modo particularmente significativo en la  atención a los enfermos. Lo atestigua la historia de la Iglesia, con  innumerables testimonios de hombres y mujeres que, tanto de forma individual  como en asociaciones, han actuado en este campo. Por eso, entre los santos que  han practicado de forma ejemplar la caridad, mencioné en la encíclica a figuras  emblemáticas como san Juan de Dios, san Camilo de Lelis y san José Benito  Cottolengo, que sirvieron a Cristo pobre y doliente en las personas de los  enfermos.

Por consiguiente, queridos hermanos y hermanas, permitidme que os entregue de  nuevo hoy, idealmente, las reflexiones que propuse en la encíclica, con las  relativas orientaciones pastorales sobre el servicio caritativo de la Iglesia  como «comunidad de amor». Y a la  encíclica puedo añadir ahora también la  exhortación apostólica postsinodal recién publicada, que trata de modo amplio y  articulado sobre la Eucaristía como «Sacramento de la caridad».

Precisamente de la Eucaristía la pastoral de la salud puede sacar continuamente  la fuerza para socorrer de modo eficaz al hombre y promoverlo según la dignidad  que le es propia. En los hospitales y en las clínicas, la capilla es el corazón  palpitante en el que Jesús se ofrece incesantemente al Padre celestial para la  vida de la humanidad. La Eucaristía, distribuida a los enfermos dignamente y con  espíritu de oración, es la savia vital que los conforta e infunde en su corazón  luz interior para vivir con fe y con esperanza la condición de enfermedad y  sufrimiento.

Así pues, os encomiendo también este documento reciente. Hacedlo vuestro,  aplicadlo al campo de la pastoral de la salud, sacando de él indicaciones  espirituales y pastorales apropiadas.

A la vez que os deseo todo bien para vuestros trabajos de estos días, los  acompaño con un recuerdo particular en la oración, invocando la protección  maternal de María santísima, Salus infirmorum, y con la bendición  apostólica, que os imparto de corazón a vosotros, aquí presentes, a vuestros  colaboradores en las respectivas sedes y a todos vuestros seres queridos.