Benedicto XVI en Lourdes, Misa con los enfermos

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos enfermos, acompañantes, y quienes los acogen, queridos hermanos y hermanas:

Ayer celebramos la Cruz de Cristo, instrumento de nuestra salvación, que nos  revela en toda su plenitud la misericordia de nuestro Dios. En efecto, la Cruz  es donde se manifiesta de manera perfecta la compasión de Dios con nuestro  mundo. Hoy, al celebrar la memoria de Nuestra Señora de los Dolores,  contemplamos a María que comparte la compasión de su Hijo por los pecadores.  Como afirma san Bernardo, la Madre de Cristo entró en la Pasión de su Hijo por  su compasión (cf. Sermón en el domingo de la infraoctava de la Asunción).  Al pie de la Cruz se cumple la profecía de Simeón de que su corazón de madre  sería traspasado (cf. Lc 2,35) por el suplicio infligido al Inocente,  nacido de su carne. Igual que Jesús lloró (cf. Jn 11,35), también María  ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Sin embargo, su discreción  nos impide medir el abismo de su dolor; la hondura de esta aflicción queda  solamente sugerida por el símbolo tradicional de las siete espadas. Se puede  decir, como de su Hijo Jesús, que este sufrimiento la ha guiado también a Ella a  la perfección (cf. Hb 2,10), para hacerla capaz de asumir la nueva misión  espiritual que su Hijo le encomienda poco antes de expirar (cf. Jn 19,30): convertirse en la Madre de Cristo en sus miembros. En esta hora, a  través de la figura del discípulo a quien amaba, Jesús presenta a cada uno de  sus discípulos a su Madre, diciéndole: “Ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26-27).

María está hoy en el gozo y la gloria de la Resurrección. Las lágrimas que  derramó al pie de la Cruz se han transformado en una sonrisa que ya nada podrá  extinguir, permaneciendo intacta, sin embargo, su compasión maternal por  nosotros. Lo atestigua la intervención benéfica de la Virgen María en el curso  de la historia y no cesa de suscitar una inquebrantable confianza en Ella; la  oración Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María! expresa bien este  sentimiento. María ama a cada uno de sus hijos, prestando una atención  particular a quienes, como su Hijo en la hora de su Pasión, están sumidos en el  dolor; los ama simplemente porque son sus hijos, según la voluntad de Cristo en  la Cruz.

El salmista, vislumbrando de lejos este vínculo maternal que une a la Madre de  Cristo con el pueblo creyente, profetiza a propósito de la Virgen María que “los  más ricos del pueblo buscan tu sonrisa” (Sal 44,13). De este modo,  movidos por la Palabra inspirada de la Escritura, los cristianos han buscado  siempre la sonrisa de Nuestra Señora, esa sonrisa que los artistas en la Edad  Media han sabido representar y resaltar tan prodigiosamente. Este sonreír de  María es para todos; pero se dirige muy especialmente a quienes sufren, para que  encuentren en Ella consuelo y sosiego. Buscar la sonrisa de María no es  sentimentalismo devoto o desfasado, sino más bien la expresión justa de la  relación viva y profundamente humana que nos une con la que Cristo nos ha dado  como Madre.

Desear contemplar la sonrisa de la Virgen no es dejarse llevar por una  imaginación descontrolada. La Escritura misma nos la desvela en los labios de  María cuando entona el Magnificat: “Proclama mi alma la grandeza del  Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador” (Lc 1,46-47). Cuando  la Virgen María da gracias a Dios nos convierte en testigos. María,  anticipadamente, comparte con nosotros, sus futuros hijos, la alegría que vive  su corazón, para que se convierta también en la nuestra. Cada vez que se recita  el Magnificat nos hace testigos de su sonrisa. Aquí, en Lourdes, durante  la aparición del miércoles, 3 de marzo de 1858, Bernadette contempla de un modo  totalmente particular esa sonrisa de María. Ésa fue la primera respuesta que la  Hermosa Señora dio a la joven vidente que quería saber su identidad. Antes de  presentarse a ella algunos días más tarde como la Inmaculada Concepción,  María le dio a conocer primero su sonrisa, como si fuera la puerta de entrada  más adecuada para la revelación de su misterio.

En la sonrisa que nos dirige la más destacada de todas las criaturas, se refleja  nuestra dignidad de hijos de Dios, la dignidad que nunca abandona a quienes  están enfermos. Esta sonrisa, reflejo verdadero de la ternura de Dios, es fuente  de esperanza inquebrantable. Sabemos que, por desgracia, el sufrimiento padecido  rompe los equilibrios mejor asentados de una vida, socava los cimientos fuertes  de la confianza, llegando incluso a veces a desesperar del sentido y el valor de  la vida. Es un combate que el hombre no puede afrontar por sí solo, sin la ayuda  de la gracia divina. Cuando la palabra no sabe ya encontrar vocablos adecuados,  es necesaria una presencia amorosa; buscamos entonces no sólo la cercanía de los  parientes o de aquellos a quienes nos unen lazos de amistad, sino también la  proximidad de los más íntimos por el vínculo de la fe. Y ¿quién más íntimo que  Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada? Ellos son, más que nadie, capaces de  entendernos y apreciar la dureza de la lucha contra el mal y el sufrimiento. La  Carta a los Hebreos dice de Cristo, que Él no sólono es incapaz de  compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo  exactamente como nosotros (cf. Hb 4,15). Quisiera decir  humildemente a los que sufren y a los que luchan, y están tentados de dar la  espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la Virgen está  misteriosamente escondida la fuerza para continuar la lucha contra la enfermedad  y a favor de la vida. También junto a Ella se encuentra la gracia de aceptar sin  miedo ni amargura el dejar este mundo, a la hora que Dios quiera.

Qué acertada fue la intuición de esa hermosa figura espiritual francesa, Dom  Jean-Baptiste Chautard, quien en El alma de todo apostolado, proponía al  cristiano fervoroso encontrarse frecuentemente con la Virgen María con  la mirada”. Sí, buscar la sonrisa de la Virgen María no es un  infantilismo piadoso, es la aspiración, dice el salmo 44, de los que son “los  más ricos del pueblo” (44,13). “Los más ricos” se entiende en el orden de la fe,  los que tienen mayor madurez espiritual y saben reconocer precisamente su  debilidad y su pobreza ante Dios. En una manifestación tan simple de ternura  como la sonrisa, nos damos cuenta de que nuestra única riqueza es el amor que  Dios nos regala y que pasa por el corazón de la que ha llegado a ser nuestra  Madre. Buscar esa sonrisa es ante todo acoger la gratuidad del amor; es también  saber provocar esa sonrisa con nuestros esfuerzos por vivir según la Palabra de  su Hijo amado, del mismo modo que un niño trata de hacer brotar la sonrisa de su  madre haciendo lo que le gusta. Y sabemos lo que agrada a María por las palabras  que dirigió a los sirvientes de Caná: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5).

La sonrisa de María es una fuente de agua viva. “El que cree en mí -dice Jesús-  de sus entrañas manarán torrentes de agua viva” (Jn 7,38). María es la  que ha creído, y, de su seno, han brotado ríos de agua viva para irrigar la  historia de la humanidad. La fuente que María indicó a Bernadette aquí, en  Lourdes, es un humilde signo de esta realidad espiritual. De su corazón de  creyente y de Madre brota un agua viva que purifica y cura. Al sumergirse en las  piscinas de Lourdes cuántos no han descubierto y experimentado la dulce  maternidad de la Virgen María, juntándose a Ella par unirse más al Señor. En la  secuencia litúrgica de esta memoria de Nuestra Señora la Virgen de los Dolores,  se honra a María con el título de Fons amoris, “Fuente de amor”. En  efecto, del corazón de María brota un amor gratuito que suscita como respuesta  un amor filial, llamado a acrisolarse constantemente. Como toda madre, y más que  toda madre, María es la educadora del amor. Por eso tantos enfermos vienen aquí,  a Lourdes, a beber en la “Fuente de amor” y para dejarse guiar hacia la única  fuente de salvación, su Hijo, Jesús, el Salvador.

Cristo dispensa su salvación mediante los sacramentos y de manera muy especial,  a los que sufren enfermedades o tienen una discapacidad, a través de la gracia  de la Unción de los Enfermos. Para cada uno, el sufrimiento es siempre un  extraño. Su presencia nunca se puede domesticar. Por eso es difícil de soportar  y, más difícil aún -como lo han hecho algunos grandes testigos de la santidad de  Cristo- acogerlo como ingrediente de nuestra vocación o, como lo ha formulado  Bernadette, aceptar “sufrir todo en silencio para agradar a Jesús”. Para poder  decir esto hay que haber recorrido un largo camino en unión con Jesús. Desde ese  momento, en compensación, es posible confiar en la misericordia de Dios tal como  se manifiesta por la gracia del Sacramento de los Enfermos. Bernadette misma,  durante una vida a menudo marcada por la enfermedad, recibió este sacramento en  cuatro ocasiones. La gracia propia del mismo consiste en acoger en sí a Cristo  médico. Sin embargo, Cristo no es médico al estilo de mundo. Para curarnos, Él  no permanece fuera del sufrimiento padecido; lo alivia viniendo a habitar en  quien está afectado por la enfermedad, para llevarla consigo y vivirla junto con  el enfermo. La presencia de Cristo consigue romper el aislamiento que causa el  dolor. El hombre ya no está solo con su desdicha, sino conformado a Cristo que  se ofrece al Padre, como miembro sufriente de Cristo y participando, en Él, al  nacimiento de la nueva creación.

Sin la ayuda del Señor, el yugo de la enfermedad y el sufrimiento es cruelmente  pesado. Al recibir la Unción de los Enfermos, no queremos otro yugo que el de  Cristo, fortalecidos con la promesa que nos hizo de que su yugo será suave y su  carga ligera (cf. Mt 11,30). Invito a los que recibirán la Unción de los  Enfermos durante esta Misa a entrar en una esperanza como ésta.

El Concilio Vaticano II presentó a María como la figura en la que se resume todo  el misterio de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 63-65). Su trayectoria  personal representa el camino de la Iglesia, invitada a estar completamente  atenta a las personas que sufren. Dirijo un afectuoso saludo a los miembros del  Cuerpo médico y de enfermería, así como a todos los que, de diverso modo, en los  hospitales u otras instituciones, contribuyen al cuidado de los enfermos con  competencia y generosidad. Quisiera también decir a todos los encargados de la  acogida, a los camilleros y acompañantes que, de todas las diócesis de Francia y  de más lejos aún, acompañan durante todo el año a los enfermos que vienen en  peregrinación a Lourdes, que su servicio es precioso. Son el brazo de la Iglesia  servidora. Deseo, en fin, animar a los que, en nombre de su fe, acogen y visitan  a los enfermos, sobre todo en los hospitales, en las parroquias o, como aquí, en  los santuarios. Que, como portadores de la misericordia de Dios (cf. Mt 25, 39-40), sientan en esta misión tan delicada e importante el apoyo efectivo y  fraterno de sus comunidades. En este sentido, saludo de modo particular, y doy  las gracias también, a mis hermanos en el Episcopado, los Obispos franceses, los  Obispos de otros lugares y los sacerdotes, los cuales acompañan a los enfermos y  a los hombres tocados por el sufrimiento en el mundo. Gracias por vuestro  servicio al Señor que esta sufriendo.

El servicio de caridad que hacéis es un servicio mariano. María os confía su  sonrisa para que os convirtáis vosotros mismos, fieles a su Hijo, en fuente de  agua viva. Lo que hacéis, lo hacéis en nombre de la Iglesia, de la que María es  la imagen más pura. ¡Que llevéis a todos su sonrisa!

Al concluir, quiero sumarme a las oraciones de los peregrinos y de los enfermos  y retomar con vosotros un fragmento de la oración a María propuesta para la  celebración de este Jubileo:

“Porque eres la sonrisa de Dios, el reflejo de la luz de Cristo, la morada del  Espíritu Santo,   porque escogiste a Bernadette en su miseria,   porque eres la estrella de la mañana, la puerta del cielo y la primera criatura  resucitada,   Nuestra Señora de Lourdes,   junto con nuestros hermanos y hermanas cuyo cuerpo y corazón están doloridos, te  decimos: ruega por nosotros”.