Cardenal Ratzinger en la conferencia internacional de 1996

El Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud se siente honrado de haber tenido como relator en nuestras Conferencias Internacionales organizadas por nuestro Dicasterio en los años 1990, 1994 y 1996 al Emmo. Sr. Cardenal Joseph RATZINGER, que a partir del 19 de abril 2005, por voluntad de Dios es Su Santidad Benedicto XVI.

El siguente párrafo de su magistral homilía del domingo 24 de abril 2005, “No somos el produco casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necessario”, nos recuerda nuestra “Conferencia Internacional” de 1996 sobre el tema “A IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS: ¿SIEMPRE?” LOS ENFERMOS MENTALES”.

La grandeza del ser humano es su semejanza con Dios

A la vista del tema de este convenio internacional, emergen en mí recuerdos inquietantes. Os ruego me permitais contaros, a manera de introducción, esta experiencia personal que nos lleva al año 1941, al tiempo de la guerra y del régimen nacionalsocialista. Una de nuestras tías, a la que visitábamos frecuentemente, era madre de un robusto muchacho que era algún año más joven que yo, pero mostraba progresivamente los indicios típicos del síndrome de Down. Suscitaba simpatía por la simplicidad de su mente ofuscada; y su madre que ya había perdido una hija por muerte prematura, le estaba sinceramente aficionada. Pero en 1941 fue ordenado por las autoridades del Tercer Reich que el chico debía ser llevado a un asilo para recibir una mejor asistencia. Todavía no se sospechaba nada de la operación de eliminación de los deshábiles mentales, ya iniciada. Poco tiempo después llegó la noticia de que el niño había muerto de pulmonía y su cuerpo había sido incinerado. Desde aquel momento se multiplicaron las noticias de tal género. En el pueblo en que habíamos vivido antes, visitábamos de buena gana a una viuda que había quedado sin hijos y se alegraba por la visita de los niños del vecindario. La pequeña propiedad que había heredado de su padre apenas podía darle para vivir, pero tenía buen ánimo, aunque no sin algún temor por el futuro. Más tarde supimos que la soledad en la que se hallaba cada vez más sumergida, había nublado más y más su mente: el temor por el futuro se había hecho patológico, de manera que apenas se atrevía a comer, porque temía siempre por el mañana en el que tal vez quedaría sin comida que llevarse a la boca. La clasificaron como transtornada mentalmente, fue llevada a un asilo y también en este caso pronto llegó la noticia de que había muerto de pulmonía. Poco después en nuestro actual pueblo sucedió la misma cosa: la pequeña finca, junto a nuestra casa, estaba confiada a los cuidados de tres hermanos solteros, a quienes pertenecía. Eran considerados enfermos mentales, pero estaban en condiciones de ocuparse de su casa y de su propiedad. También ellos desaparecieron en un asilo y poco después se nos dijo que habían muerto. A este punto ya no cabía tener dudas de cuanto estaba sucediendo: se trataba de una sistemática eliminación de cuantos no eran considerados como productivos. El Estado se había arrogado el derecho de decidir quién merecía vivir y quién debía ser privado de la existencia en beneficio de la comunidad y de sí mismo, porque no podía ser útil a los demás ni a sí mismo.

A los horrores de la guerra, que se hacían cada vez más sensibles, este hecho añadió un nuevo y diverso temor: advertíamos la helada frialdad de esta lógica de la utilidad y del poder. Sentíamos como el asesinato de esas personas humillaba y amenazaba a todos nosotros, a la esencia humana que había en nosotros: si la paciencia y el amor dedicados a las personas que sufren son eliminados de la existencia humana como pérdida de tiempo y de dinero, no se se hace el mal sólo a los que mueren, sino que en ese caso son mutilados en su espíritu los mismos que sobreviven. Nos dábamos cuenta de que allí donde el misterio de Dios, su dignidad intocable en cada hombre ya no es respetada, no sólo es amenazado cada individuo, sino que es todo el género humano quien está en peligro. En el silencio paralizador, en el temor que nos bloqueaba a todos, fue como una liberación cuando el Cardenal von Galen levantó su voz y rompió la parálisis del miedo para defender en los deshábiles mentales al hombre mismo, imagen de Dios.

A todas las amenazas contra el hombre, derivadas del cálculo del poder y de lo útil, se opone la luminosa palabra de Dios con la que el Génesis introduce el relato de la creación del hombre: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza – faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram, traduce la Vulgata (Gen 1, 26). Pero ¿qué se entiende con esta palabra? ¿En qué consiste la semejanza divina del hombre? El término, en el interior del Antiguo Testamento es, por decirlo así, un monolito; no vuelve a aparecer en el Antiguo Testamento hebreo, bien que el Salmo 8 – “¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él?” – revela un parentesco interior con aquél. Sólo es repetido en la literatura sapiencial. El Siracide (17, 2) funda la grandeza del ser humano en lo mismo, sin querer dar propiamente una interpretación del significado de la semejanza con Dios. El libro de la Sabiduría (2, 23) da un paso más y ve el ser imagen de Dios esencialmente fundado en la inmortalidad del hombre: lo que hace a Dios, Dios y lo distingue de la criatura es precisamente su inmortalidad y perennidad. Imagen de Dios es la criatura precisamente por el hecho de que participa de su inmortalidad – no por su naturaleza, sino como don del Creador. La orientación a la vida eterna es lo que hace al hombre el correspondiente creado de Dios. Esta reflexión podría continuar y también se podría decir: vida eterna significa algo más que una simple subsistencia eterna. Está llena de un sentido y sólo así es vida que merece y es capaz de eternidad. Una realidad puede ser eterna sólo a condición de que participe de lo que es eterno: de la eternidad de la verdad y del amor. Así pues, orientación a la eternidad sería orientación a la eterna comunión de amor con Dios; y la imagen de Dios remitiría por su naturaleza más allá de la vida terrena. No podría en absoluto ser determinada estadísticamente, estar ligada a alguna cualidad particular, sino que sería ese tender más allá del tiempo de la vida terrena; podría entenderse sólo en la tensión al futuro, en la dinámica hacia la eternidad. Quien niega la eternidad, quien ve al hombre sólo como intramundano, no tendría en principio posibilidad alguna de penetrar la esencia de la semejanza con Dios.

Pero esto sólo queda insinuado en el libro de la Sabiduría y no está desarrollado posteriormente. Así el Antiguo Testamento nos deja con una cuestión abierta, y se debe dar razón a Epifanio que, frente a todos los intentos de concretar el contenido de la semejanza divina, afirma que no se debe “tratar de definir dónde se coloca la imagen, sino confesar su existencia en el hombre, si no se quiere ofender la gracia de Dios” (Panarion, LXX, 2, 7). Pero nosotros, cristianos, leemos en realidad el Antiguo Testamento siempre en la totalidad de la única Biblia, en la unidad con el Nuevo Testamento, y recibimos de éste la clave para comprender rectamente los textos. Como el relato de la creación “En el principio creó Dios” recibe su correcta interpretación sólo en la lectura de san Juan: “en el principio era el Verbo”, lo mismo sucede aquí. Naturalmente, en este momento no puedo presentar, en el cuadro de una breve prolusión, la rica y pluriestratificada serie de testimonios del Nuevo Testamento acerca de nuestro problema. Simplemente trataré de evocar dos temas. Ante todo se debe observar como hecho más importante que en el Nuevo Testamento Cristo es designado como “la imagen de Dios” (2 Co 4, 4; Col 1, 15). Los Padres han introducido aquí una observación lingüística, que tal vez no es tan sostenible, pero ciertamente corresponde a la orientación interior del Nuevo Testamento y de su reinterpretación del Antiguo. Dicen que sólo de Cristo se nos enseña que él es “la imagen de Dios”, el hombre, en cambio, no es la imagen, sino ad imaginem, creado a imagen, según la imagen. Llega a ser imagen de Dios, en la medida en que entra en comunión con Cristo, se conforma a él. En otras palabras: la imagen originaria del hombre, que a su vez representa la imagen de Dios, es Cristo, y el hombre es creado a partir de su imagen, sobre su imagen. La criatura humana es al mismo tiempo proyecto preliminar en vista de Cristo, o sea: Cristo es la idea fundamental del Creador y forma al hombre en vista de él, a partir de esta idea fundamental.

El dinamismo ontológico y espiritual, que se oculta en esta concepción, se hace particularmente evidente en Rm 8, 29 y 1 Co 15, 49, y también en 2 Co 4, 6. Según Rm 8, 29, los hombres son predestinados “a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el Primogénito entre muchos hermanos”. Esta conformación a la imagen de Cristo se cumple en la resurrección, en la que él nos ha precedido – pero la resurrección, es necesario recordarlo ya aquí – presupone la cruz. La primera Carta a los Corintios distingue al primer Adán, que se hace “ánima viviente” (15, 14; cfr Gen 2, 7) y el último Adán, que se hace Espíritu donador de vida. “Y como hemos llevado la imagen del hombre de tierra, así llevaremos la imagen del hombre celeste” (15, 49). Aquí está representada con toda claridad la tensión interior del ser humano entre fango y espíritu, tierra y cielo, origen terreno y futuro divino. Esta tensión del ser humano en el tiempo y más allá del tiempo pertenece a la esencia del hombre. Y esta tensión lo determina precisamente en el centro de la vida en este tiempo. El está siempre en camino hacia sí mismo o se aleja de sí mismo; está en camino hacia Cristo o se aleja de él. Se acerca a su imagen originaria o la esconde y la arruina. El teólogo de Innsbruck F. Lakner ha expresado felizmente esta concepción dinámica de la semejanza divina del hombre, característica del Nuevo Testamento, de esta manera: “El ser imagen de Dios del hombre se funda en la predestinación a la filiación divina a través de la incorporación mística en Cristo”; el ser imagen es, por lo tanto, finalidad ínsita en el hombre desde la creación, “hacia Dios por medio de la participación en la vida divina en Cristo”.

Pero así nos acercamos ahora a la cuestión decisiva para nuestro tema: esta semejanza divina, ¿puede ser destruída? y eventualmente,

¿cómo? ¿Existen seres humanos que no son imagen de Dios? La Reforma, en su radicalización de la doctrina del pecado original había respondido afirmativamente a esta pregunta y había dicho: Sí, con el pecado el hombre puede destruir en sí mismo la imagen de Dios y de hecho la ha destruído. Efectivamente el hombre pecador, que no quiere reconocer a Dios y no respeta al hombre o incluso lo mata, éste no representa la imagen de Dios, sino que la desfigura, contradice a Dios, que es Santidad, Verdad y Bondad. Recordando lo dicho al comienzo, esto puede y debe llevarnos a la pregunta: ¿en quién está más oscurecida la imagen de Dios, más desfigurada y extinguida, en el frío asesino, consciente de sí mismo, potente y quizá incluso inteligente, que se hace a sí mismo Dios y se burla de Dios, o en el inocente que sufre, en el que la luz de la razón resbala muy débil o incluso ya no se percibe? Pero la pregunta es prematura en este momento. Antes tenemos que decir: la tesis radical de la Reforma se ha demostrado insostenible, precisamente a partir de la Biblia. El hombre es imagen de Dios en cuanto hombre. Y en tanto que es hombre, es un ser humano, tiende misteriosamente a Cristo, al Hijo de Dios hecho hombre y, por lo tanto, orientado al misterio de Dios. La imagen divina está conexionada con la esencia humana en cuanto tal y no está en poder del hombre destruirla completamente.

Pero lo que ciertamente el hombre puede hacer es defigurar la imagen, la contradicción interior con ella. Aquí debemos citar de nuevo a Lakner: “…la fuerza divina brilla precisamente en la herida causada por las contradicciones… en este mundo el hombre como imagen de Dios es, por lo tanto, el hombre crucificado”. Entre la figura del Adán terrenal formado con el fango, que Cristo junto con nosotros ha asumido en la encarnación y la gloria de la resurrección, está la cruz: el camino de las contradicciones y de las alteraciones de la imagen hacia la conformación con el Hijo, en el que se manifiesta la gloria de Dios, pasa a través del dolor de la cruz. Entre los Padres de la Iglesia, Máximo el Confesor ha reflexionado más que otros sobre esta conexión entre semejanza divina y cruz. El hombre, que es llamado a la “sinergia”, a la colaboración con Dios, en cambio se ha opuesto a él. Esta oposición es “una agresión a la naturaleza del hombre. Ella “desfigura el verdadero rostro del hombre, la imagen de Dios, pues aparta al hombre de Dios y lo vuelve hacia sí mismo y erige entre los hombres la tiranía del egoísmo”. Cristo, desde el interior de la misma naturaleza humana, ha realizado la superación de este contraste, su transformación en comunión: la obediencia de Jesús, su morir a sí mismo, se convierte en el verdadero éxodo que libera al hombre de su decadencia interior, conduciéndolo a la unidad con el amor de Dios. El crucificado se hace así “icono del amor”; precisamente en el crucificado, en su rostro herido y golpeado, el hombre se hace de nuevo transparencia de Dios, la imagen de Dios vuelve a brillar. Así la luz del amor divino descansa precisamente sobre las personas que sufren, en las que el esplendor de la creación se ha oscurecido exteriormente; porque ellas de modo particular son semejantes a Cristo crucificado, a la imagen del amor, se han acercado en una particular comunidad con aquel que solo es la misma imagen de Dios. Podemos extender a ellos la palabra que Tertuliano formuló con referencia a Cristo: “Por mísero que pueda haber sido su pobre cuerpo…, él siempre será mi Cristo” (Adv. Marc. III, 17, 2).

Por grande que sea su sufrimiento, por desfigurados y ofuscados que puedan ser en su existencia humana, serán siempre los hijos predilectos de nuestro Señor, serán siempre de modo particular su imagen. Fundándose en la tensión entre ocultación y futura manifestación de la imagen de Dios, se puede aplicar a nuestra cuestión la palabra de la primera Carta de Juan: “nosotros desde ahora somos hijos de Dios, pero lo que seremos aún no ha sido revelado” (3, 2). Amamos en todos los seres humanos, pero sobre todo en los que sufren, en los deshábiles mentales, lo que serán y lo que en realidad ya son desde ahora, Ya desde ahora son hijos de Dios – a imagen de Cristo, aunque aún no se ha manifestado lo que llegarán a ser.

Cristo en la Cruz se ha asimilado definitivamente a los más pobres, a los más indefensos, a los que más sufren, a los más abandonados, a los más despreciados. Y entre estos están aquellos de los que nuestro coloquio se ocupa hoy, aquellos cuya alma racional no llega a expresarse perfectamente mediante un cerebro débil o enfermo, como si por una u otra razón la materia se resistiera a ser asumida por parte del espíritu. Aquí Jesús revela lo esencial de la humanidad, lo que es su verdadero cumplimiento, no la inteligencia, ni la belleza y menos aún la riqueza o el placer, sino la capacidad de amar y de aceptar amorosamente la voluntad del Padre, por desconcertante que sea.

Pero la pasión de Jesús desemboca en su resurrección. Cristo resucitado es el punto culminante de la historia, el Adán glorioso hacia el que tendía ya el primer Adán, el Adán “terreno”. Así se manifiesta el fin del proyecto divino: todo hombre está en camino del primero al segundo Adán. Ninguno de nosotros es todavía él mismo. Cada uno debe llegar a serlo, como el grano de trigo que debe morir para dar fruto, como Cristo resucitado es infinitamente fecundo porque se ha dado infinitamente.

Una de las grandes alegrías de nuestro paraíso será sin duda descubrir las maravillas que el amor habrá operado en nosotros y que el amor habrá operado en cada uno de nuestros hermanos y hermanas y en los más enfermos, los más desfavorecidos, en los más dañados, en los que más sufren, en tanto que nosotros ni siquiera comprendíamos como era posible el amor por su parte, mientras su amor permanecía oculto en el misterio de Dios.

Sí, una de nuestras alegrías será descubrir a nuestros hermanos y hermanas en todo el esplendor de su humanidad, en todo su esplendor de imágenes de Dios.

La Iglesia cree en ese esplendor futuro. Quiere ser atenta en subrayar la mínima señal que lo deje entrever. Porque en el más allá cada uno de nosotros brillará tanto más cuanto más haya imitado a Cristo, en el contexto y con las posibilidades que le hayan sido dadas.

Pero se me permita aquí dar testimonio del amor de la Iglesia por las personas que sufren. Sí, la Iglesia os ama. No sólo tiene por vosotros la “predilección” natural de la madre por los hijos que más sufren. No queda admirada sólo ante lo que sereis, sino ante lo que ya sois: imágenes de Cristo.

Imágenes de Cristo que hay que honrar, respetar, ayudar en lo posible, ciertamente, pero sobre todo imágenes de Cristo portadoras de un mensaje esencial sobre la verdad del hombre. Un mensaje que tendemos demasiado a olvidar: nuestro valor ante Dios no depende de la inteligencia, ni de la estabilidad del carácter, ni de la salud, que nos permiten tantas actividades de generosidad. Estos aspectos podrían desaparecer en todo momento. Nuestro valor ante Dios depende solamente de la opción que hayamos hecho de amar lo más posible, de amar lo más posible en la verdad.

Decir que Dios nos ha creado a su imagen, significa decir que El ha querido que cada uno de nosotros manifieste un aspecto de su esplendor infinito, que El tiene un proyecto sobre cada uno de nosotros, que cada uno de nosotros está destinado a entrar, por el itinerario que le es propio, en la beatífica eternidad.

La dignidad del hombre no es algo que se impone a nuestros ojos, no es mesurable ni calificable, escapa a los parámetros de la razón científica o técnica; pero nuestra cultura, nuestro humanismo, no han hecho progresos sino en la medida en que esta dignidad ha sido más universalmente y más plenamente reconocida a personas cada vez más numerosas. Cada vuelta atrás en este movimiento de expansión, cada ideología o acción política que pusiera a algunos seres humanos fuera de la categoría de quienes merecen respeto, indicaría un regreso a la barbarie. Y sabemos que desafortunadamente la amenaza de nuestra barbarie gravita siempre sobre nuestros hermanos y hermanas que sufren una limitación o una enfermedad mental. Una de nuestras tareas de cristianos es dar a conocer, respetar y promover plenamente su humanidad, su dignidad y su vocación de criaturas a imagen y semejanza de Dios.

Quiero aprovechar esta ocasión que se me ofrece para agradecer a cuantos, con la reflexión o la investigación, el estudio o los diversos cuidados, se comprometen a hacer cada vez más reconocible esta imagen.

Cardenal JOSEPH RATZINGER
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe