DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL 2008

Señor cardenal; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; ilustres  profesores; queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de la Conferencia internacional  anual organizada por el Consejo pontificio para la pastoral de la salud, que ha  llegado a su vigésima tercera edición. Saludo cordialmente al cardenal Javier  Lozano Barragán, presidente del dicasterio, y le agradezco las amables palabras  que me ha dirigido en vuestro nombre. Extiendo mi gratitud al secretario, a los  colaboradores de este Consejo pontificio, a los relatores, a las autoridades  académicas, a las personalidades, a los responsables de los centros de atención  médica, a los agentes sanitarios y a los que han prestado su colaboración,  participando de distintas maneras en la realización del congreso, que este año  tiene como tema: «La pastoral en el cuidado de los niños enfermos».

Estoy seguro de que estos días de reflexión y confrontación sobre un tema tan  actual contribuirán a sensibilizar la opinión pública sobre el deber de dedicar  a los niños todas las atenciones necesarias para su armonioso desarrollo físico  y espiritual. Si esto vale para todos los niños, tiene más valor aún para los  enfermos y necesitados de cuidados médicos especiales.

El tema de vuestra Conferencia, que concluye hoy, gracias a la aportación de  expertos de fama mundial y de personas que están en contacto directo con la  infancia en dificultad, os ha permitido poner de relieve la difícil situación en  la que sigue encontrándose un número muy notable de niños en vastas regiones de  la tierra, y sugerir cuáles son las intervenciones necesarias, más aún,  urgentes, para acudir en su ayuda. Ciertamente, los progresos de la medicina  durante los últimos cincuenta años han sido notables: han llevado a una  considerable reducción de la mortalidad infantil, aunque aún queda mucho por  hacer desde este punto de vista. Basta recordar, como habéis observado, que cada  año mueren cuatro millones de recién nacidos con menos de veintiséis días de  vida.

En este contexto, el cuidado del niño enfermo representa un asunto que no puede  menos de suscitar el atento interés de cuantos se dedican a la pastoral de la  salud. Es indispensable un esmerado análisis de la situación actual para  emprender, o continuar, una acción decidida para prevenir en la medida de lo  posible las enfermedades y, cuando ya están contraídas, a curar a los niños  enfermos con los más modernos descubrimientos de la ciencia médica, así como a  promover mejores condiciones higiénico-sanitarias, sobre todo en los países  menos favorecidos. El desafío hoy consiste en conjurar la aparición de muchas  patologías antes típicas de la infancia y, en general, favorecer el crecimiento,  el desarrollo y el mantenimiento de un estado de salud conveniente para todos  los niños.

En esta vasta acción todos están implicados: familias, médicos y agentes  sociales y sanitarios. La investigación médica se encuentra a veces ante  opciones difíciles cuando se trata, por ejemplo, de lograr un buen equilibrio  entre insistencia y desistencia terapéutica para garantizar los tratamientos  adecuados a las necesidades reales de los pequeños pacientes, sin caer en la  tentación del experimentalismo. No es superfluo recordar que toda intervención  médica debe buscar siempre el verdadero bien del niño, considerado en su  dignidad de sujeto humano con plenos derechos. Por tanto, es necesario cuidarlo  siempre con amor, para ayudarle a afrontar el sufrimiento y la enfermedad,  incluso antes del nacimiento, de modo adecuado a su situación.

Además, teniendo en cuenta el impacto emotivo debido a la enfermedad y a los  tratamientos a los que se somete al niño, los cuales a menudo resultan  particularmente invasores, es importante garantizarle una comunicación constante  con sus familiares. Si los agentes sanitarios, médicos y enfermeros, sienten el  peso del sufrimiento de los pequeños pacientes a los que atienden, se puede  imaginar muy bien ¡cuánto más fuerte es el dolor que viven los padres! Los  aspectos sanitario y humano jamás deben separarse, y toda estructura asistencial  y sanitaria, sobre todo si está animada por un auténtico espíritu cristiano,  tiene el deber de ofrecer lo mejor en competencia y humanidad. El enfermo, de  modo especial el niño, comprende sobre todo el lenguaje de la ternura y del  amor, expresado a través de un servicio solícito, paciente y generoso, animado  en los creyentes por el deseo de manifestar la misma predilección que Jesús  sentía por los niños.

«Maxima debetur puero reverentia» (Juvenal, Sátira  XIV, v. 479).  Ya los antiguos reconocían la importancia de respetar al niño, don y bien  precioso para la sociedad, al que se debe reconocer la dignidad humana que posee  plenamente ya desde el momento en que, antes de nacer, se encuentra en el seno  materno. Todo ser humano tiene valor en sí mismo, porque ha sido creado a imagen  de Dios, a cuyos ojos es tanto más valioso cuanto más débil aparece a la mirada  del hombre. Por eso, ¡con cuánto amor hay que acoger incluso a un niño aún no  nacido y ya afectado por patologías médicas! «Sinite parvulos venire ad me»,  dice Jesús en el evangelio (cf. Mc 10, 14), mostrándonos cuál debe ser la  actitud de respeto y acogida con la que hay que tratar a todo niño,  especialmente cuando es débil y tiene dificultades, cuando sufre y está  indefenso. Pienso, sobre todo, en los niños huérfanos o abandonados a causa de  la miseria y la disgregación familiar; pienso en los niños víctimas inocentes  del sida, de la guerra o de los numerosos conflictos armados existentes en  diversas partes del mundo; pienso en la infancia que muere a causa de la  miseria, de la sequía y del hambre. La Iglesia no olvida a estos hijos suyos más  pequeños y si, por una parte, alaba las iniciativas de las naciones más ricas  para mejorar las condiciones de su desarrollo, por otra, siente con fuerza el  deber de invitar a prestar mayor atención a estos hermanos nuestros, para que  gracias a nuestra solidaridad común puedan mirar la vida con confianza y  esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, a la vez que expreso el deseo de que numerosas  condiciones de desequilibrio aún existentes se solucionen cuanto antes con  intervenciones resolutivas en favor de estos hermanos nuestros más pequeños,  manifiesto mi profundo aprecio por quienes dedican energías personales y  recursos materiales a su servicio. Pienso con particular gratitud en nuestro  hospital del «Niño Jesús» y en las numerosas asociaciones e instituciones  socio-sanitarias católicas, las cuales, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, buen  Samaritano, y animadas por su caridad, dan apoyo y alivio humano, moral y  espiritual a numerosos niños que sufren, amados por Dios con singular  predilección.

La Virgen María, Madre de todos los hombres, vele sobre los niños enfermos y  proteja a cuantos se prodigan para cuidarlos con solicitud humana y espíritu  evangélico. Con estos sentimientos, expresando sincero aprecio por la labor de  sensibilización realizada en esta Conferencia internacional, aseguro un recuerdo  constante en la oración e imparto a todos la bendición apostólica.