DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL 2011

Eminencia, queridos hermanos en el episcopado, queridos hermanos y hermanas:

Es motivo de gran alegría encontrarme con vosotros con ocasión de la XXVI  Conferencia internacional, organizada por el Consejo pontificio para la pastoral  de la salud y que ha querido reflexionar sobre el tema: «La pastoral sanitaria  al servicio de la vida a la luz del magisterio del beato Juan Pablo II». Me  complace saludar a los obispos encargados de la pastoral de la salud, que se han  reunido por primera vez ante la tumba del apóstol Pedro para verificar los modos  de una acción colegial en este ámbito tan delicado e importante de la misión de  la Iglesia. Expreso mi gratitud al dicasterio por su valioso servicio,  comenzando por su presidente, monseñor Zygmunt Zimowski, al que agradezco las  cordiales palabras que me ha dirigido, con las que ha ilustrado también los  trabajos y las iniciativas de estos días. Saludo asimismo al secretario y al  subsecretario, ambos recién nombrados, a los oficiales y al personal, así como a  los relatores y a los expertos, a los responsables de los institutos de salud, a  los agentes sanitarios, a todos los presentes y a cuantos han colaborado en la  realización de la Conferencia.

Estoy seguro de que vuestras reflexiones han contribuido a profundizar el  «Evangelio de la vida», valiosa herencia del magisterio del beato Juan Pablo II.  En 1985, instituyó este Consejo pontificio para dar testimonio concreto de él en  el vasto y articulado ámbito de la salud; hace ahora veinte años, estableció la  celebración de la Jornada mundial del enfermo; y, por último, constituyó la  Fundación «El Buen Samaritano», como instrumento de una nueva acción caritativa  dirigida a los enfermos más pobres en muchos países. Y hago un llamamiento a un  renovado compromiso para sostener esta Fundación.

En los largos e intensos años de su pontificado, el beato Juan Pablo II  proclamó que el servicio a la persona enferma en el cuerpo y en el espíritu  constituye un compromiso constante de atención y evangelización para toda la  comunidad eclesial, según el mandato de Jesús a los Doce de curar a los enfermos  (cf. Lc 9, 2). En particular, en la carta apostólica Salvifici doloris,  del 11 de febrero de 1984, mi venerado predecesor afirma: «El sufrimiento parece  pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el  hombre está en cierto sentido “destinado” a superarse a sí mismo, y de manera  misteriosa es llamado a hacerlo» (n. 2). El misterio del dolor parece ofuscar el  rostro de Dios, convirtiéndolo casi en un extraño o, incluso, indicándolo como  responsable del sufrimiento humano, pero los ojos de la fe son capaces de ver en  profundidad este misterio. Dios se encarnó, se hizo cercano al hombre, incluso  en sus situaciones más difíciles; no eliminó el sufrimiento, pero en el  Crucificado resucitado, en el Hijo de Dios que padeció hasta la muerte y una  muerte de cruz, revela que su amor desciende incluso al abismo más profundo del  hombre para darle esperanza. El Crucificado ha resucitado, la muerte ha sido  iluminada por la mañana de Pascua: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su  Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida  eterna» (Jn 3, 16). En el Hijo «entregado» para la salvación de la  humanidad, la verdad del amor se prueba, en cierto sentido, mediante la verdad  del sufrimiento; y la Iglesia, nacida del misterio de la redención en la cruz de  Cristo, «está obligada a buscar el encuentro con el hombre de modo particular en  el camino de su sufrimiento. En ese encuentro el hombre “se convierte en el  camino de la Iglesia”, y es este uno de los caminos más importantes» (Juan Pablo  II, Salvifici doloris, 3).

Queridos amigos, el servicio de acompañamiento, de cercanía y de cuidado de  los hermanos enfermos, solos, a menudo probados por heridas no sólo físicas sino  también espirituales y morales, os sitúa en una posición privilegiada para  testimoniar la acción salvífica de Dios, su amor al hombre y al mundo, que  abraza también las situaciones más dolorosas y terribles. El rostro del Salvador  moribundo en la cruz, del Hijo consustancial con el Padre que sufre como hombre  por nosotros (cf. ib., 17), nos enseña a custodiar y a promover la vida,  en cualquier estadio y en cualquier condición que se encuentre, reconociendo la  dignidad y el valor de cada ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27) y llamado a la vida eterna.

Esta visión del dolor y del sufrimiento, iluminada por la muerte y la  resurrección de Cristo, nos fue testimoniada por el lento calvario que marcó los  últimos años de vida del beato Juan Pablo II, al cual se pueden aplicar las  palabras de san Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de  Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24). La fe firme  y segura sostuvo su debilidad física, haciendo de su enfermedad, vivida por amor  a Dios, a la Iglesia y al mundo, una participación concreta en el camino de  Cristo hasta el Calvario.

La sequela Christi no dispensó al beato Juan Pablo II de llevar su  propia cruz cada día hasta el final, para ser como su único Maestro y Señor, que  desde la cruz se convirtió en punto de atracción y de salvación para la  humanidad (cf. Jn 12, 32; 19, 37) y manifestó su gloria (cf. Mc 15, 39). En la homilía de la santa misa de beatificación de mi venerado  predecesor recordé que «el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin  embargo él permanecía siempre como una “roca”, como Cristo lo quería. Su  profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir  guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente  cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo» (Homilía, 1 de mayo de  2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de mayo de  2011, p. 7).

Queridos amigos, atesorando el testamento vivido por el beato Juan Pablo II  en carne propia, os deseo que también vosotros, en el ejercicio del ministerio  pastoral y en la actividad profesional, descubráis en el árbol glorioso de la  cruz de Cristo «el cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la  vida» (Evangelium vitae, 50). En el servicio que prestáis en los diversos  ámbitos de la pastoral de la salud, experimentad que «sólo el servicio al  prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama» (Deus  caritas est, 18).

Os encomiendo a cada uno de vosotros, a los enfermos, a las familias y a  todos los agentes sanitarios a la protección materna de María, y de buen grado  os imparto a todos la bendición apostólica.